Nueva York esconde un oasis medieval. Al norte de Manhattan, en la cima de una pequeña colina próxima al río Hudson, se levanta con hábito monástico el anexo del Museo de Arte Metropolitano de Nueva York (MET). La apreciación no es errónea. Este sorpresivo vigía de Fort Tyron Park fue construido por John D. Rockefeller, hijo del famoso magnate, a partir de secciones de cinco claustros de origen francés y español de los siglos XII al XIV. Debates patrimoniales aparte, el museo conocido como The Cloisters constituye una inédita reliquia en EEUU con su colección de más de 5000 piezas entre pinturas, tapices, estatuas, manuscritas o altares del medievo.
Sus salas y jardines góticos alumbran los claroscuros de Los Claustros (Letras de plata, 2023), el convincente debut de Katy Hays, historiadora del arte admiradora de Raymond Chandler o Attica Locke, curtida como curadora e investigadora en instituciones tan destacadas como el Museo de Arte Moderno de San Francisco. Con tal enclave, ya provisto del misterio de las obras artísticas y los ecos invertebrados de las piedras, la autora americana trenza una siniestra celosía en la que el arte, el ocultismo y la amoralidad del poder acentúan la sofocante atmósfera del húmedo verano neoyorquino.
Un grupo de investigadores con profundos secretos y una baraja de tarot de la Italia del siglo XIV, atraparán en una impredecible tela de araña a la joven historiadora Ann Stilwell, que huyendo de un episodio traumático, se muda a la gran ciudad para unirse al equipo de Los Claustros. No en vano, el arco de la protagonista no tendrá inmunidad a sus opacos compañeros: El jardinero amante de la herbología, el curador obsesionado con la nigromancia y la heredera que ambiciona cualquier dominio velado. Porque la ingenuidad es como mandrágora. Esencia de belladona. El sustrato de herbajes que en la Edad Media y el Renacimiento respondía a usos medicinales se considera hoy un veneno recio.
La muerte, en su antropología, asume que el destino (el fatum, el fado, el sino) alcanza inmóvilmente al ser humano. Las referencias artísticas y la tensión in crescendo de la trama -del arranque pausado al noir-gotic oscurantista con giro de campana previo al desenlace- conceden al crimen mención en Bellas Artes. Atraída por el discurso histórico sobre el hado, Katy Hays ilustra el grado de alcance de las creencias cuando se alinean las circunstancias vitales, normalmente extremas. A lo largo de los siglos, esa pieza de arte, de juego y de superstición que ansía desvelar un átomo invisible obtuvo el nombre de cartas del “tarot”. También recibió otra forma, otro estado, otro rito. Cauces de una extraña introspección, si se piensa, de una sociedad avanzada que a pesar de sacralizar a Google o al avispado ChatGPT, desea sin éxito cada día obtener todas las respuestas.