Corría el año 2009 cuando Europa, o más bien los ciudadanos europeos de las clases medias y bajas, vivían inmersos en una de las crisis económicas de mayor magnitud en toda la historia, y la más grave desde la Gran Depresión de 1929 (ambas casualmente originadas en la bolsa de valores estadounidense). Grecia, uno de los territorios más afectados a nivel global, se convirtió en foco de polémicas después de que uno de sus gobiernos anunciara que la deuda soberana del país era mucho mayor de lo que sus predecesores pretendían hacer creer; un movimiento clásico en el ajedrez electoral, muy útil para conseguir votantes, pero no tanto para asegurar a la población bienes básicos de subsistencia.
Las consecuencias fueron devastadoras. La Unión Europea impulsó una serie de programas de rescate que exigían al gobierno griego recortar drásticamente los presupuestos para el gasto público (sanidad, educación…), subir los impuestos, reducir los salarios, congelar las pensiones y aumentar varios años la edad de jubilación. Más allá de magnánima jerga económica y política, el resultado fue un incremento desmedido del desempleo, de la población por debajo del umbral de la pobreza, y de los niveles de violencia y delincuencia. Además, se produjo un deterioro generalizado en los niveles de salud física y psíquica por la falta de asistencia sanitaria. El ciudadano griego promedio, sin haber hecho nada y sin saber por qué, tan sólo podía mirar cómo todo a su alrededor se desmoronaba mientras las altas esferas tomaban decisiones en su nombre.
Yorgos Lanthimos, por aquel entonces un director de cine poco conocido, estrenó Canino (2009) en el prestigioso Festival de Cannes, ganando el Premio Un Certain Regard y convirtiéndose desde entonces en una de las figuras clave del cine europeo contemporáneo. La película plantea una alegoría acerca del aislamiento, la autoridad y la incomunicación donde un matrimonio, y más concretamente el padre, mantiene a sus tres hijos encerrados en el interior de su casa, ignorando por completo todo lo que se encuentra más allá de las murallas que los separan del exterior. A través de un humor que tiende al surrealismo por la actitud infantiloide de los niños, un uso estático de la cámara que convierte las escenas de sexo explícito en una experiencia totalmente ajena al placer o la sensualidad, y una puesta en escena usualmente tildada de excéntrica, asistimos al visionado de una propuesta estética contundente y perturbadora que responde a las inquietudes de un público asolado por la misera y los juegos de poder.
En este contexto, no resulta tan extraño uno de los elementos que más llama la atención y que puede resultar cómico a lo largo del filme: al vivir en total aislamiento, los niños no conocen el significado de una gran cantidad de términos básicos, pues cada vez que preguntan, sus padres, que representan para ellos la fuente de toda verdad y conocimiento, los sustituyen por explicaciones arbitrarias. Así, «autopista» quiere decir «viento muy fuerte», y «coño» pasa a utilizarse para nombrar «una gran lámpara». El tono humorístico podría hacerlo parecer una frivolidad, pero nada más lejos. En realidad, la filosofía, desde principios del siglo pasado, se ha dedicado a señalar el lenguaje como un elemento primordial a la hora de conocer e interpretar el mundo que nos rodea. Ludwig Wittgenstein llegó incluso a decir que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Sin embargo, el lenguaje es una capacidad adquirida que se trabaja durante la infancia a través, principalmente, de las instituciones educativas, que no están exentas de jerarquías ni de intereses. ¿Es posible que se nos hayan transmitido erróneamente el significado de algunos términos a propósito? Sería algo bastante grave en un país como el de Lanthimos, donde existe la… democracia.
Por otro lado, el padre, lejos de estar llevando a cabo algún tipo de experimento macabro con sus hijos, parece actuar bajo un extraño tipo de moralidad cuyo único objetivo es proteger a sus hijos de los peligros del mundo exterior y mantener pura su bondad (habría que ver lo que significa “bondad” para este señor). No deja de resultar paradójico que cada mañana se levante, se suba en su coche y se vaya a trabajar a una fábrica donde ejerce labores de administración. En otras palabras, no sólo contribuye a seguir girando el engranaje de un sistema que él mismo considera perjudicial, sino que además se dedica a gestionar cuál debe ser su funcionamiento. En lugar de trabajar para mejorar su entorno, prefiere tratar a sus hijos con condescendencia, como si no fueran a ser capaces de asumir la complicada vida que les espera en ese mundo que él se dedica a destruir.
Mientras tanto, la madre permanece en casa sometiendo a los niños a una serie de actividades físicas y mentales en las que les exige alcanzar cierto rendimiento. Quien adquiere ventaja en las pruebas, tiene derecho a elegir un «entretenimiento» para pasar el rato durante la noche. En este caso, el hijo elige ver un vídeo tantas veces repetido que la hija pequeña incluso se sabe los diálogos de memoria. Su día a día consiste en competir entre ellos, matar el tiempo delante de una pantalla con un contenido vacío, y repetir al día siguiente. Al final parece que el mundo interior y el exterior no son tan diferentes.
El punto de inflexión llega con Christina, la responsable de seguridad de la fábrica donde trabaja el padre, a quien paga por llevar hasta su casa para satisfacer sexualmente a su hijo: la seguridad es sobornada por el poder para dar la sensación de bienestar a cambio de no hacer nada que le perjudique. Sin embargo, Christina (el único personaje con nombre propio de toda la película) supone la irrupción de estímulos provenientes del mundo exterior, que plantan en la hija mayor la semilla de la curiosidad, el ansia por conocer. Por desgracia para ella, como les ha enseñado su padre, los niños sólo pueden salir al exterior cuando se les ha caído uno de los caninos de la dentadura permanente y les ha vuelto a crecer; un mecanismo para dar sentido a la larga espera, para mantener viva una esperanza que jamás podrá ser satisfecha. ¿O sí?
El visionado de Canino (2009) puede no resultar agradable o fácilmente digerible, pero eso mismo es lo que la convierte en una muestra representativa de su época. Su estética del extrañamiento y la confusión consigue componer una obra interesantísima a medio camino entre la alegoría política, el estudio sobre el aislamiento y el terror a plena luz del día, con ecos de David Lynch o Stanley Kubrick. Una de las obras más destacadas del director de Langosta (2015) o El Sacrificio del Ciervo Sagrado (2017), que ya es uno de los nombres mayúsculos del cine europeo actual.