Quedarse en casa

Nosotras, que siempre fuimos libres de salir y entrar desde que tenemos memoria, somos ahora presas bajo el techo que elegimos.

Toca quedarse en casa. Quién se lo iba a imaginar. Nosotras, siempre dispuestas a bajar al bar, a estirar las piernas, a pisar la calle con cualquier excusa que nos devolviera luego a la sensatez del hogar, tras la aventura corrida o el deber cumplido. Nosotras, libres desde que tenemos memoria para salir y entrar, somos ahora presas bajo el techo que una vez elegimos, resguardándonos de un desconocido que se presentó como un viajero de paso y resultó ser un invasor.

Estos días en los que estamos confinados en los refugios que construimos, todos miramos por la ventana incrédulos y resignados, cuando quizás sea el momento de mirar hacia dentro y recordar qué esperábamos de nuestras casas cuando las conocimos. Si buscábamos un lugar en el que crecer, una habitación propia en la que empezar a escribir el libro de nuestra vida, quizás un sitio en el que darnos la oportunidad que antes se nos negó.

Volver la vista hacia dentro puede ser perturbador al principio, como encerrarse en una mente llena de pinturas negras, con sombras acechando tras los rincones en los que decidimos no mirar, puntos ciegos en los que lo familiar se vuelve duda. Pero si aguantamos la mirada, si nos retamos fijamente hasta que la luz incida, nuestra casa puede ser entonces una pintura de Hopper en la que el tiempo se detiene para dejarnos respirar.

Nuestro confinamiento será a veces una habitación azul, con el espacio justo para nuestros sentimientos más voraces; otras, un alegre dormitorio en Arlés en el que reconciliarnos con las pocas cosas que en realidad necesitamos para estar bien. Será por momentos contenido como un réquiem y apabullante como una pieza de jazz, será lento y pormenorizado como una peli de Woody Allen y descorazonador como el final de Breaking Bad. Será un solo momento de nuestras vidas, el que nos atrapa entre el café de la mañana y los aplausos de las ocho.