Hoy en día estamos tan bombardeados con taquillazos, superhéroes y efectos especiales, que a veces se nos olvidan las películas originales y bellas que reivindican los valores humanos y no pierden su actualidad ni su magnitud tras haber pasado varias décadas. Es lo que ocurre con las obras de Krzysztof Kieślowski (1941-1996), uno de los cineastas más potentes del siglo XX. La trilogía Tres colores (1993-1994), que presuntamente fue la cúspide de su carrera artística, representa la alegoría de los colores de la bandera francesa: liberté, égalité, fraternité (libertad, igualdad y fraternidad). Kieślowski interpretó estos símbolos a su propia manera, creando un elaborado encaje de parábolas y coincidencias para mostrar su visión de los valores eternos, las elecciones morales y la contradictoria naturaleza humana. Cabe mencionar que Tres colores, con su poder visual y filosófico, no solo tuvieron éxito comercial y recibieron varios premios (entre ellos, un León de Oro), sino que se convirtieron en películas de culto.
El frío de la libertad en ‘Azul’
En Azul, el drama de la protagonista, encarnada por Juliette Binoche, se basa sobre una amarga metáfora de la libertad: Julie sobrevive a un accidente, pero pierde a su marido, un reconocido compositor, y a su pequeña hija. Cegada por el dolor, la heroína intenta paralizar su vida, que hasta hace poco era feliz y plena, suicidándose o aislándose por completo. Con determinación, incluso con agresividad, despeja el espacio a su alrededor, guardando solo una araña de cristal azul como un recuerdo constante del pasado. Tira la partitura de una obra inacabada de su marido —¿o de ella misma, tal vez?—, pero no consigue apagar la música en su memoria. Julie sigue viviendo, pero está muerta por dentro.
Aunque la heroína no encuentra analgésicos para su dolor, interviene el hado. La vida se abalanza sobre Julie en todas sus formas: su vecina no puede vivir sin sexo, en su piso nacen ratones, la amante de su difunto marido está embarazada… El asistente del compositor, que lleva años enamorado de Julie, acaba encontrándola después de una larga búsqueda. De un modo u otro, el destino da un nuevo giro, y la protagonista tendrá que ceder. La música juega un papel importante en este proceso. Los sonidos que atormentaban a Julie contra su voluntad, evocándole la felicidad perdida, al final le proporcionan fuerzas para seguir adelante.
Ahora bien, en su Guía de cine para pervertidos, el filósofo Slavoj Žižek afirma que la música en Azul es una especie de fetiche, mentira que ayuda a tolerar la realidad intolerable, de modo que la curación de Julie se pone en entredicho. A juicio de Žižek, la idea principal del filme consiste en construir una mampara protectora entre el individuo y la realidad. ¿Pudo Julie recuperarse de verdad, o es solo su fantasía, otra forma de negación? La película no da —y no debería dar— respuestas definitivas.
La burla del destino en ‘Blanco’
La segunda cinta de la trilogía ofrece una visión particular de otro valor humano: la igualdad. Al separarse de su mujer, un peluquero polaco llamado Karol (Zbigniew Zamachowski) lo pierde todo y se queda solo en las calles de París. La mala racha convierte el camino del héroe hacia Polonia en un viaje dantesco, cruzando fronteras dentro de una maleta. Para colmo, la roban por el camino… A pesar de las adversidades que le persiguen, Karol no pierde la fe e incluso se indigna al enterarse de la cobardía de los demás: «Tiene mujer, hijos, dinero y ¿aún así no quiere vivir? ¿Y qué debo hacer yo entonces?» Karol se ve involucrado en un drama existencial de un compañero suyo, ayudándole de manera tragicómica.
El protagonista de Blanco no quiere someterse al destino, emprendiendo una operación ingeniosa (muy típica en los países eslavos en los años noventa) para enriquecerse y vengarse de su exesposa. Pero por mucho que lo intente, otra vez interviene la fuerza mayor: los sentimientos no lo dejan en paz. Una escultura de porcelana de una mujer parecida a su amada Dominique —lo único que Karol trajo consigo de Francia— cumple la función de evocar el pasado, igual que la araña de cristal en Azul.
Con todo, Karol persigue su intención de venganza hasta el final. Aunque parezca una comedia negra, dotada de una chispeante ironía, las cuestiones existenciales de los personajes y el epílogo de la película descubren un significado mucho más profundo.
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‘Rojo’: ¿azar o hado?
Rojo trata sobre los azares que a veces provocan giros radicales del destino. El color rojo, ubicuo en la cinta, siempre ha estado cargado de un simbolismo bastante contradictorio, ya que representa la fraternidad, la vida y el amor por un lado, y la revolución, la violencia y la sangre por otro. Para Kieślowski, es un símbolo «más importante que la libertad y más completo que la igualdad». El cineasta deliberadamente rodó una película «sobre algo que no se da filmar, sobre el destino». Las casualidades y coincidencias son uno de los temas predilectos de Kieślowski, que comenzó a desarrollar ya en Decálogo, El azar y La doble vida de Verónica. Pero la idea del fatum llega a su máxima expresión en Rojo. Si estudiamos con esmero los detalles del filme, veremos que forman un esquema complejo pero unido, algo similar a la red de cables telefónicos que aparece en los primeros fotogramas.
Una joven modelo Valentine (Irène Jacob), tras atropellar a un perro con su coche, conoce a su dueño Joseph (Jean-Louis Trintignant), un viejo juez, que se divierte escuchando a escondidas las conversaciones telefónicas de sus vecinos. Este encuentro cambiará la vida de varias personas. A medida que conoce mejor al misantrópico Joseph, la protagonista siente cada vez más compasión hacia él. Mientras tanto, Valentine se cruza constantemente con otro hombre: un joven abogado Auguste, cuya vida parece repetir la de Joseph. Valentine y Auguste ni siquiera se miran la una al otro, ambos tienen pareja: el posesivo novio de Valentine y la novia de Auguste, una víctima más del espionaje de Joseph, otra heroína en la intrincada red de azares y semejanzas creada por Kieślowski. Sin embargo, las Moiras ya han tejido un sofisticado encaje que enredará los caminos de todos los personajes.
A pesar de ser parecidas al inicio, las historias de Joseph y Auguste se despliegan de maneras distintas. Por cierto, en Rojo también reaparece un motivo fuera de trama —una anciana en la calle—, presente en las tres películas (e incluso en La doble vida de Verónica). A diferencia de las cintas anteriores, en Rojo Valentine la ayuda. En tales escenas, el director muestra la esperanza de que todo pueda cambiar, ya sea por la voluntad del destino o por los esfuerzos de uno mismo. Esto evoca Fresas salvajes de Ingmar Bergman: uno no debe esperar a la vejez para revaluar su vida y cambiar su rumbo.
Conforme la idea de fraternidad, al final de la trilogía Kieślowski se saca de la manga una inesperada reunión de todos los protagonistas. El epílogo hace hincapié en lo frágil que es la existencia: incluso una borrasca puede acabarla. Por más que los pasajeros del barco intenten rehuir la muerte, solo se salvarán aquellos que el destino elija, asegurando la ansiada catarsis para el espectador.
Como el compositor en Azul, que permaneció vivo en su música y en la memoria de las personas, Kieślowski murió sin acabar varios guiones. Sus camaradas lograron completarlos, y ya se estrenaron dos películas (En el cielo de Tom Tykwer e Infierno de Danis Tanović, de la trilogía planificada, inspirada en la Divina comedia de Dante). Pasado más de un cuarto de siglo tras su fallecimiento, Kieślowski sigue presente de manera invisible en el cinematógrafo contemporáneo.