Los rostros de los conflictos bélicos, el trauma del dolor ajeno y la hipocresía de las democracias en su sesgo migratorio concurren en la ópera prima del italiano Giacomo Abbruzzese (Tarento, 1983), nominado al César en 2022 por el documental América. Disco Boy, estrenada en la Berlinale y protagonizada por Franz Rogowski, ancla el eje a un joven bielorruso (Aleksei) que en su huida se alistará en Francia en la Legión Extranjera. Cinco años de expolio físico y anímico a cambio de un pasaporte con nombre galo que resuelva su maquiavélica situación de sin papeles. Mientras, en el Delta del Níger, un joven nigeriano (Jomo) combatirá en un grupo disidente contra las compañías petroleras. Su condición y su suerte se ensamblarán en la onírica de un baile tribal blindado por música tecno.
Nokton Magazine: Disco Boy condensa en la música y el tratamiento de la fotografía su verticalidad. ¿Dirías que son rasgos de carácter?
Giacomo Abbruzzese: Me interesa siempre, trabaje en imagen fija, travelling o steady cámara. No es lo mismo focalizar la atención o la emoción del movimiento en un plano fijo que cuando grabas cámara en mano. Esto último, en general, me parece una especie de atajo, una forma de crear tensión y sorpresa. Es más difícil darle vida al plano estático. Si la cámara se mueve muy poco, sobre líneas, el riesgo es que resulte como un Belén. Tienes que crear una coreografía que funcione alrededor de los actores y dentro de plano. Un magazine italiano, L’Espresso, lo describió como un músico a mano armada (ríe).
NM: Los planos largos, fijos, con el vibrato sostenido del sintetizador nos traen a la memoria el cine de Stanley Kubrick. ¿Lo llevas en la retina?
GA: Kubrick es de los seis o siete directores más importantes en mi vida. Cuando hablé de la banda sonora de la película con el compositor, Pascal Arbez (conocido artísticamente como Vitalic), le mencioné el soundtrack de A Clockwork Orange (“La naranja mecánica”), compuesta por Wendy Carlos. Me alegra la referencia.
NM: La cámara no se ensaña, aunque la violencia permanezca latente durante todo el metraje.
GA: Sí, para mí era muy importante no mostrar la lucha descarnadamente. Porque todo el tiempo estamos expuestos a imágenes muy frontales y pornográfica. El cine tiene que pensar nuevas formas. Por este motivo, confiné el forcejeo entre los protagonistas con la violencia del sonido y dejé que la imagen llevará a otro lugar. Utilicé la cámara térmica, que está justificada diegéticamente porque su imagen está vinculada a lo bélico. Experimentar con la imagen me permitió crear esos sentimientos de contaminación entre los dos personajes y transformar a su vez la lucha en una suerte de danza.
NM: En este baile en el que solo puede haber un superviviente, nadie cuenta con superioridad moral. La película se abstiene del discurso focal.
GA: Es extremadamente necesario. La representación de las guerras que todavía vemos hoy es siempre desde una postura muy eurocéntrica. Nosotros no somos siempre los justos. Y, además, el problema es que todo el mundo cree que está en el bando de los justos. Por este motivo estallan las contiendas, por la incapacidad de mirar con los ojos de los otros. Las víctimas blancas tienen nombre, historia… y cuando son víctimas africanas en el Mediterráneo o muere población en Gaza no conocemos nada. Son números. Es inaceptable. Seguramente sea un tipo de propaganda, de manipulación, consciente o inconscientemente.
NM: ¿Por esta razón evitas tomar partido?
GA: Era fundamental políticamente proponer un enfoque diferente porque el cine que me ha gustado, analizándolo, siempre tendía a esa inexistencia del otro, víctima o enemigo. Le daban treinta segundos, un minuto, pero nunca tiempo suficiente de entrar en la perspectiva del otro. Por esta razón, Disco Boy esta construida de esta manera: Empieza por Alexei, pasa a Jomo y los muestra enfrentándose en combate. Se sublima lo común. Como espectador, no sabes con quién empatizar, estás viendo lo absurdo de la guerra: Tener que matar a un hombre del que no sabes nada.
NM: La ensoñación del protagonista eclosiona en la tonalidad de sus ojos. ¿Buscabas un influjo primitivo?
GA: Es un detalle conceptual. Primero, me permitió conectar inmediatamente a Jomo con su hermana, sin diálogos. Su conexión es mística. Me ayudó después a crear un vínculo entre los dos protagonistas. No solo proviene de ese elemento en el que convergen, que es la música y la danza, sino también hay un símbolo de fusión en la metamorfosis física, epidérmica. Se integra la mirada del que no soy yo para alcanzar un nivel de comprensión del otro.
NM: ¿La sociedad actual está excesivamente imbuida en sí misma?
GA: Lo vemos también en el cine. Hay una tendencia a las historias personales, autobiográficas… Está bien, pero el análisis personal puede resultar algo limitado. Porque hoy en día existe esa tendencia de que todo el mundo quiere sentirse víctima y me parece un poco pecado cuando en la pantalla falta esa curiosidad, esa tensión por la alteridad, por descubrir, por saber lo que hay fuera. Pienso que con el COVID este proceso de autorreflexión y de lamentarse se aceleró.
NM: ¿Lo tacharías de victimismo?
GA: La mirada victimista es una mirada de clase. Creo que se detecta pronto en una película cuando hay esta cierta cosa del miserabilismo de la burguesía hacia el obrero. Esa compasión… No me interesa esta forma de empatía. Lo que quiero es representar personajes que tienen deseos y la capacidad de imaginar la vida de forma diferente. En mi película los dos hacen un pacto con el diablo, son condenados. Con la posición en la que se encuentran era inevitable.
NM: Unas guerras parecen ser válidas y otras no…
GA: Sí, también el modo de conceptualizar el terrorismo, que nos ayuda a justificar nuestras operaciones. Es tan patético… Seguro que la Resistencia en Italia fue denominada terrorismo en su época. No es todo lo mismo, este matiz es muy importante. La utilización que los gobiernos hacen ahora de la definición de terrorismo es totalmente banal, construida. En nuestra sociedad no es imaginable, por el nivel de confort, una lucha armada. No se justifica, no estamos en el “Mata o muere”. Pero sí hay otros sitios donde esto se produce y la cuestión es la supervivencia. Provengo de clase trabajadora, pero solo por donde he nacido, ya soy un privilegiado. No podemos condenar o hablar de lucha armada en nuestra posición de comodidad absoluta cuando en otro sitio no hay una guerra simétrica y cohabitan formas de resistencia de esta clase. Y subrayo que no me gustan para nada ni la violencia ni las armas.
NM: ¿Nos salvarán las armas de la cultura?
GA: El cine tiene el don increíble de facilitar entrar en una historia y en otro punto de vista. Eso significa también ensanchar nuestra posibilidad de empatía. Estamos en una época en la que Europa está pasando una fase muy mala. Se pierde casi todo, incluida la hospitalidad y el aspecto de lo sagrado. Algo que ha sido siempre parte de nuestra cultura, ahora parece no ser de valor. Es muy triste porque para mí el continente europeo aporta una especie de equilibrio, unos valores, y una idea de estado del bienestar que me gustaría defender. Veo lamentablemente una enorme hipocresía y distancia en las instituciones y en el sentimiento de la gente. Esto solo acaba generando más y más nacionalismos.
NM: La equidistancia con el de fuera, como ejemplifica la Legión Extranjera.
GA: Es como la cuestión de los temporeros ilegales. Italia necesita a estos trabajadores para explotarlos, para vender los tomates a 2 euros. Es un círculo vicioso. Se ha estado debatiendo aprobar un salario mínimo, pero a muchos no les interesa. Por otro lado, para poder entrar legalmente en el país, se exige un nivel de estudios y distintos requisitos. Creo que eso significa empobrecer otro país. No puede haber riqueza y seguridad si este contexto no es mínimamente compartido. Todos estamos conectados. Tenemos una tendencia al autosabotaje. Es necesario contar con variedad de miradas. El hombre es un ser maravilloso, pero capaz de un egoísmo y un odio absolutos.