Las palabras sólo mueren si los hombres las olvidan. Para Bernardo Atxaga el idioma, ya sea el castellano o el euskera materno, es un ser vivo que corretea, respira, suda y hasta sangra. Por eso su obra acaba formando parte de aquel que se asoma a su mundo, porque las palabras se te incrustan, te alimentan y, por encima de todo, te hacen viajar a lomo de sus letras.
El universo literario del autor vasco es poliédrico. Con los altibajos necesarios de una obra global real, vivida. No todas sus novelas son redondas, pero son necesarias para que aquello gire. Desde el realismo descarnado de una verdad como es el terrorismo, que marca la vida de varias generaciones de aquellas tierras del norte, pasea sin desentonar hacia la ternura de una vaca que se siente jabalí o hacia el realismo mágico bañado por el txirimiri que nace de una mitología mezcla de interior y tradición.
Atxaga, pseudónimo de Joseba Irazu Garmendia, es hijo del pueblo, de Euskal Herria. Se nutre de la tierra más profunda de los valles verdes coloreados por los tejados de los caseríos, pero saca parte de sus raíces para adentrarse en lo que a él le gusta denominar Euskal Hiria (literalmente, ciudad vasca). Y es en ese tránsito donde encuentra la originalidad de su creación.
Esta singularidad se refleja en cuentos, poemas, ensayos y novelas, pero lo convierten en un creador de fábulas en general. Sus historias están protagonizadas por la cercanía y la calidez y no resulta desubicado verlas en otro contexto. Desde el pasado 22 de marzo podemos hacer un viaje a lo profundo de las historias observadas desde distintos puntos de vista. En la Cineteca de Madrid, en las Naves del Matadero podemos ver la exposición Atxaga en las artes que muestra su relación con músicos como Mikel Laboa, pintores como José Luis Zumeta u otros compañeros de profesión como su mentor, Gabriel Aresti, quedando patente su concepción de la creatividad como el fruto maduro de la colaboración entre diferentes espacios y oficios. En el teatro Valle-Inclán se puede ver hasta el día 7 una adaptación teatral de la novela El hijo del acordeonista, en la que ha participado el propio autor.
La tradición híbrida de realidad y mitología de la pluma de Atxaga ofrece al lector una ensoñación que fácilmente puede incorporar en su devenir. La imagen de un mundo que puede pertenecer a cualquiera porque parte de unos referentes comunes a casi todos. Unas conexiones que permanecen soterradas por lo que creemos que es importante, pero lo único esencial es la vivencia del hombre. El autor nos despierta para incluirnos, para hacernos salir del sueño e instalarnos en nuestro/su tiempo.