Con la quinta representación de La tumba de Antígona de María Zambrano se puso fin a la 68ª Edición del Festival de Mérida, la primera que retorna a la normalidad prepandémica, con casi ninguna mascarilla entre el público y sin que apenas queden vestigios de lo acontecido estos dos últimos años, pero con nuevos miedos instalados en la psique colectiva.
Cada momento impone sus lecturas en este juego de velo sobre velo que es el teatro. Zambrano puso su velo sobre la Antígona de Sófocles, Nieves Rodríguez Rodríguez y Cristina D. Silveira, añaden un nuevo velo con su adaptación y el momento histórico concreto, con Putin golpeando a las puertas imponen también su filtro, o quizá no, lo que puede parecer aún más terrible.
Esta versión de La tumba de Antígona reúne en sí misma las virtudes y defectos del momento actual que vive el teatro, sus luces y sus sombras, sus aciertos y sus errores, pues como escribió en la más reciente edición bibliográfica de esta obra, Marifé Santiago Bolaños, el teatro, desde siempre y en todo lugar, “brota como expresión compartida de un instante humano donde la misteriosa experiencia del deseo, el miedo, la esperanza, el temor, la necesidad, la inquietud y la imaginación se encarnan y comparten en la ceremonia de la representación”.
María Zambrano, alcanzados ya los sesenta años, con casi treinta de exilio nómada sobre sus espaldas, escribe esta obra en la que Antígona, encerrada viva en una tumba no termina ahorcándose, sino que queda atrapada en un limbo entre la vida y la muerte, en una suerte de condena eterna a reencontrarse con sus propios fantasmas, pero también con los de María Zambrano y su tiempo.
La acción, o el delirio, transcurre únicamente dentro de la tumba de Antígona durante el día siguiente a su muerte. La orchestra sirve de asfixiante tumba negra. Una puerta invisible pero infranqueable la separa de mundo habitado por más por sombras del pasado que por seres de carne y hueso. Antígona (Ana García), dialoga con sí misma y con el recuerdo de Edipo, Eteocles, Poliníces, Hemón, Ana o el tirano Creonte, mientras sobre el escenario, parecen proyectarse las pesadillas lúcidas de la propia Antígona a través de coreografías que sirven de poético apoyo para que el espectador no naufrague entre los interminables monólogos.
Blancos y regros, rojos de sangre, pues «toda la historia está hecha de sangre», construyen un universo visual, con momentos especialmente bellos, en el que ya no hay tiempo para vivir, para que la vida continúe sino tan solo para que la tragedia quede suspendida en el tiempo repitiéndose etérnamente.
Tres cuartos de entrada para la jornada de clausura de un festival lastrado por algún monumental fiasco escénico, por el éxito de público del famoseo y por un verano de calor infernal que no ha desanimado a acudir a Mérida masivamente. Esta coproducción del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida y Karlik Danza-Teatro, basada en un texto casi desconocido por el gran público, sin famoso incorporado, compleja, introspectiva y con afán de trascendencia, congregó a un público más por el continente que por el contenido.
Desde el principio, hubo en las gradas movimiento, luces de móvil, cuchicheos, cambios de localidad, pues desde algunas de las primeras filas no podían seguir lo que ocurría en la orchestra donde se ubicaba Antígona, o subtítulos luminosos vacilantes en su transcripción hicieron difícil concentrarse en una obra que así lo exige para captar los matices del deseo, miedo esperanza, temor, necesidad, inquietud e imaginación, no sólo del texto, sino de una puesta en escena de tremenda carga poética con evocaciones a la caverna de Platón, a los desastres de la guerra goyescos o al Guernica de Picasso, sutiles cambios de vestuario (Marta Alonso), música de violín en directo (Aolani Shirin) combinada con música grabada, proyecciones de video mapping o iluminación expresionista (Fran Cordero).
Virtudes y defectos del teatro contemporáneo, en las que el público-turista acude para ver al famoso televisivo, hacerse la foto en el Teatro Romano para sus redes sociales, pero poco dispuesto a ejercicios de interpretación metafórica durante más de dos horas. Ahí radica el verdadero valor de este montaje coproducido por el propio festival y dirigido por Cristina D. Silveira, seguir haciendo teatro complejo en el fondo y en la forma a pesar de las exigencias de taquilla. María Zambrano sabía que Sófocles no hizo morir a Antígona en aquel lejano siglo V a.C., sino que la hizo vivir eternamente en cada función.