Vincular conceptos de naturaleza dispar puede desencadenar un resultado incierto. Tal circunstancia se desprende de la sinopsis de esta obra, al conjugar de forma tripartita la trashumancia con la inmigración y con la España vacía, de principio a fin. Se teje una historia que muestra un alto grado de sensibilidad hacia sectores vulnerables, una tendencia que el autor, Eloy Gayán, ya mostró en Las damas silenciosas (2017), una obra centrada en las beguinas, esas mujeres beatas y emprendedoras que durante siglos dedicaron sus esfuerzos y sus vidas a ayudar al prójimo, a pesar de la persecución por parte de las autoridades civiles y religiosas que veían en el poder de la palabra y en la solidaridad un peligro para sus intereses; o cuando en Un puente a Peulla (2020) emplea una historia de amor para reivindicar la situación del pueblo mapuche.
¡A extremo! es más que una exclamación como propio título, y convierte el grito con el que los pastores trashumantes iniciaban camino para buscar los mejores pastos en una coartada solidaria. Una solidaridad entendida como la valentía propia de la inmigración para defenderse de las hostilidades de los que entiende a los extranjeros como un peligro, como un ataque a los cimientos de la convivencia. El autor trata de invertir esa tendencia porque cree y está convencido, como expresa en su prosa, que la convivencia pacífica entre culturas es posible y es la base del futuro.
El amor por la naturaleza de los trashumantes coindice con el que los inmigrantes sienten por los caminos, los ríos y los mares que los guían hacia lo que para ellos significa la libertad. Una libertad con la que se trata de obtener sustento, de disfrutar de unos muros que proporcionen abrigo a familias que solo pretenden una oportunidad para sus hijos. Un matrimonio de trashumantes nacido de los vínculos que crea el pastoreo y que goza de su retiro, asume la responsabilidad de guiar a una familia africana por las cañadas de España para huir de una organización de trata de seres humanos: una realidad que desde la placidez de nuestros sillones se nos antoja lejana e imposible. Pero es esta una visión propia de una miopía en estado avanzado, porque sus muchas las personas procedentes de numerosos países que sufren las consecuencias de la persecución, de la miseria en toda su extensión. Esos pastores trashumantes se avergüenzan cuando descubren los cuerpos temblorosos de los inmigrantes, un temblor fruto del impacto que les provoca descubrir pueblos abandonados, casas y cuadras derruidas que para ellos se convierten en un espejismo a pesar de estar lejos del desierto, porque saben que esa decadencia no permite la ocupación. Esas piedras caídas, aunque parezca que asisten mudas ante el asombro de quienes no conocen la propiedad, se alían, tal y como señala Eloy Gayán, con el batir de las ventanas y de las puertas, que, acompasadas con el viento, intentan llamar la atención de todos aquellos que tienen el poder de revitalizar el campo.
Un matrimonio jubilado, un adolescente rebelde, una familia africana y esa España que se vacía intercambian sentimientos y vivencias, una atmósfera que invita a reflexionar, a reír y a llorar. La deformación profesional del autor, profesor de Derecho de extranjería, aflora en estas páginas y se convierte en un cauce un tanto especial por el atractivo que causa descubrir que viejas normas que regularon la trashumancia en España, durante siglos, contenían principios y valores que ahora los protagonistas quieren aplicar en ayuda de esa familia africana: los conceptos de la propiedad como base de la subsistencia y de una inmortalidad mal entendida, el acto sencillo de conservar intactos los árboles que sirven de sombra en tiempos de calor, la importancia de la compañía fiel de un mastín, la sensatez que se pierde cuando se desprecia lo patrio y se ama lo que proviene del exterior, y, sobre todo, la libertad que a los pastores y a los rebaños se les atribuía para “ir y pasar por todos los pastos”, libertad que ahora desean para esa familia. El amor por la tierra y por la naturaleza, la convivencia y la solidaridad se convierten en una constante en ¡A extremo!
Reseña por: Óscar Vegas.