Edgar Borges vuelve a tejer, con maestría, una red translúcida que divide e integra varias realidades. En Enjambres (Altamarea Ediciones, 2020), el autor juega con los delirios y las soledades de quienes se han visto asediados por el miedo y la deshumanización de una sociedad, convertidos en pandemia.
La llegada de una ola de violencia a su ciudad natal -en alguna parte de España- reúne a cinco jóvenes en una casa, en mitad del bosque, como una medida tomada por sus padres para protegerlos de una virulenta intolerancia en contra de quienes puedan lucir diferentes o frágiles ante los demás. Sin embargo, este germen podría estar ya inoculado en estos muchachos, que han tenido que despedir sus infancias en medio de los intentos autoritarios del Estado por retomar el control y del horror que supone ser presa de los demonios internos si no se escapa de la realidad o se es un poco cínico.
Los 36.000 ojos de la libélula
María José, creadora innata dotada con el “privilegio” de vivir revelaciones, tiene una fuerte conexión con la naturaleza que le permite escucharla sin temerle. En ella, se encarnan la inocencia y una sabiduría que escapa a sus 18 años. Es la esperanza de su padre, que se refugia en la fe para no perder la razón tras el abandono de la madre; es el antídoto contra la podredumbre y el calor que parece envolver a todos; es la ciclista de las soluciones imaginarias que lograba desafiar la lógica aprendida, metáfora de un vehículo entre realidades.
Para Adolfo, “líder” del grupo de jóvenes y víctima del talante dominante de su madre, María José es una pieza anhelada, un desafío constante y el recuerdo, lejano, de una infancia feliz.
La chica, atenta a los zumbidos y murmullos del odio, desea convertirse en libélula para tener sus 30.000 pequeños ojos y ver más allá de la realidad adulta. Ella, inventora de juegos por excelencia, escritora de una obra de teatro que enfrentaría a cínicos y suicidas, escuchó desde el umbral de la puerta de la casa del bosque lo que parecía un pequeño y salvaje acto de engullimiento. Como si un algo se hubiera comido a otro algo muy cerca de ella.
Es entonces cuando intuye el peligro que la asecha a manos de sus cuatro amigos, convertidos silenciosamente en los monstruos de los que tanto escapan.
No es país para viejos
Padre, no tiene sentido que te quedes vigilante en el bosque, pues, cada vez que lo intentes, llegarás tarde.
Los padres de los jóvenes representan una generación acabada, sentenciada al olvido y la locura. Ellos son el contacto del mundo exterior con los muchachos, pese a que la única que da la cara y recibe los alimentos que traen semanalmente es María José. Los demás se esconden por órdenes de Adolfo y su desprecio hacia los progenitores.
María José es regularmente visitada por su padre los martes, mientras que los otros padres y madres lo hacen en distintos días de la semana, en un horario riguroso que debían cumplir. Cuando su padre la sorprende durmiendo en un árbol, un viernes, le advierte sobre el temor que siente por la insistencia de la madre de Adolfo por ver a su hijo, que ha decidido, voluntariamente, no verla.
La madre de Adolfo amenaza con alertar a las fuerzas de seguridad para decretar la casa como Zona Protegida si no logra ver a su reticente hijo, por lo que el padre de María José insiste en quedarse cerca y vigilar. Pero María José sabe que la lucha no proviene solamente de la Calle 11, donde vivían los chicos con sus familias desmembradas y sus vecinos suicidas: se esconde también en los juegos confusos de Adolfo y en el ansia de una clase poderosa (representada su madre) por controlar todo cuanto le rodea.
Mientras, los padres de Eduardo, Diego y Verónica merodean la casa como fantasmas: viejos, encorvados, tristes y casi sin habla, siempre recibidos por María José. Todos parecieran llevar a cuestas la certeza, no manifestada, de que sus hijos (los que conocían) se han ido para siempre.
Los cínicos no se suicidan
Una ola de suicidios estremece el mundo; varias veces al día se sabe de personas que se lanzan desde las ventanas de los edificios. La calle se ha vuelto una pasarela por donde desfilan los cínicos; desfilan, no pasean. Pasear es algo demasiado hermoso para atribuírselo a los cínicos en esta obra.
Así describe María José el leitmotiv de una obra de teatro que ha estado escribiendo durante la pandemia de insectos y odio. Manel y Lenam, palíndromos protagonistas, permanecen agachados y temerosos ante las dos opciones que ofrece ese mundo apocalíptico: el cinismo o el suicidio. Aunque ambos comparten el miedo, el de Lenam es crítico, por lo que asume que solo la palabra como forma de resistencia les permitirá sobrevivir ante la desesperanza. Y la joven inventora era su discípula: las palabras salvadoras eran libélula, juego, lago, infancia… todas a las que se aferró intentando huir de murmullos amenazantes.
La mordida del monstruo
Si un monstruo te muerde, lo más posible es que monstruo te vuelvas. Había escuchado de personas enfermas que habían sido capaces de transformar su mordedura en belleza, pero ella no estaba segura de poder lograrlo.
Así como María José se subía a bicicletas imaginarias, escuchaba a los insectos y soñaba con ser libélula, era también la niña del salto. Quería saltar con el tempo de los grandes saltadores de fantasías; quería atravesar la barrera e ir a un lugar en el que no existiera el riesgo de completar su transformación. Llevaba consigo el veneno de la rabia.
En la búsqueda de un lugar donde pudiera encontrar su sanación, se adentró en el bosque, que por una vez pintaba silencioso. El infinito podría ser la salida de la prisión circular. María José volvió al lago al que una vez, desafiando al tiempo, había acudido; abandonó todo pensamiento (y quién sabe si, también, la esperanza) y entró en él, dispuesta a formar parte de una profundidad donde nada de ese mundo infecto existiese.