Todavía resuena la voz de la actriz Ella Hunt (Dickinson) susurrando al piano la soledad de halo noctámbulo de Nueva York en aquella primavera indolente de la pandemia. ‘Hasta los adoquines están solos hoy, la ciudad que nunca duerme está durmiendo. Incluso la Dama de La Libertad llora silenciosamente. La ciudad que nunca duerme cierra sus ojos‘ (Magpie). Su responso es el aliento contenido de la gran urbe, pero también de Madrid, Roma, París… que en un gesto insólito silenciaron las calles para resguardar a sus habitantes.
En la batalla frente al Covid -una carrera de velocidad, con exigencias de fondo- no hubo nunca desamparo para el ánimo ni faltó abrigo para alimentar el espíritu y descongestionar tantos pensamientos erosionados por la realidad. La Cultura estuvo ahí, siempre ha estado ahí. Como el clásico compinche del forastero y del espectador reincidente o aquella novela que, en la estantería, parece esperar ser la elegida, pero posee la virtud de transformar a cada lector en un amante fortuito y predilecto.
Libreros de Nueva York, grabada antes del febrero de 2020 que ha cambiado nuestras vidas y pre-estrenada online en exclusiva en España durante el confinamiento, nos recuerda por qué los libros son los cálices inadvertidos de la Historia y de la materia que nos hace humanos. Y como todo tesoro, cuentan con sus veladores y guardianes, los libreros. Mujeres y hombres que por las imágenes del cine y la literatura (¿Quién no recuerda La historia interminable o 84 Charing Cross Road?) parecen ser de una pasta misteriosa a juego con chaqueta o falda tweed, pero que como el documental desmitifica, son también académicos, detectives, empresarios, buscadores o expertos ceramistas en el arte de conservar el cuero con una capa de aceite. Exploradores, historiadores, filósofos e incluso confesores de un anhelo lector que necesita una intervención urgente, pero precisa. Además, de pertenecer a toda índole, condición y especialidad porosa -sea en torno a la generación Beat, revistas de rap o tiradas de cómics-.
El director D.W. Young toma la ciudad de Nueva de York, epicentro por antonomasia de la cultura del libro, para recorrer de primera mano, entre escaparates, subastas y colecciones privadas, la tradición y la contemporaneidad de las librerías especializadas en obras antiguas y de coleccionista. Una crónica en formato periplo, sin índice estipulado: De la Feria del Libro neoyorquina -una de las más importantes del mundo- a las aceras del Upper East Side o los frenéticos mostradores de la 4ª Avenida. Un universo transitado por una fauna, entre salvaje y doméstica, de soñadores, excéntricos e intelectos con obsesiones de diversos gramajes.
Fran Lebowitz (¡ácida en cualquier intervención!), Rebecca Romney, Susan Orlean, Gay Talese o Nicholas D. Lowry comparten anécdotas, experiencias y reflexiones sobre el vasto pequeño mundo de los libreros, los coleccionistas y compradores en su relación con los ejemplares. Un relato de amor difícil de explicar, como explica uno de ellos, pero de grandes satisfacciones.
Como la que protagonizó Bill Gates al comprar en 1994 en una subasta de Christie´s el “Códice Leicester”, de Leonardo Da Vinci. Una inversión de 28 millones de dólares, la mayor cantidad por la que se ha vendido un libro. Imaginamos también la muestra de sorpresa de aquel conocido escritor español al que un librero enseñó una 4ª o 5ª edición de El Quijote, publicada en Bruselas en 1611, al precio de 120.000 dólares. Al parecer casi lloró al verlo, pero aún lloró más cuando a continuación su interlocutor le contó que la primera edición de un libro largamente posterior costaba 130.000. Encuentros apasionantes como la del niño que adquirió por 5 centavos una primera copia de El mago de Oz a un librero despistado. Hoy en día la reliquia forma parte del fondo de la Universidad de Columbia.
Si en los 50 del pasado siglo Nueva York tenía 368 librerías, hoy hay unas 79 (sin medir el efecto Covid). Aunque el presente ha sido testigo también de una cierta explosión de librerías antiguas y las librerías independientes se han adaptado integrándose en los vecindarios hacia un público local, en la última década el panorama ha cambiado más que en los 150 años anteriores. La llegada del ordenador irrumpió con fuerza, para bien y para mal. La tecnología ha permitido digitalizar archivos y colecciones, encontrar piezas específicas y ha democratizado el mercado cultural con su oferta y demanda, pero ha menguado notablemente la impresión, muchos libreros han de cerrar por el diluido margen de beneficios que implica una oferta feroz y la figura del coleccionista privado está desapareciendo.
No así la presencia de las mujeres libreras, que como en otros ámbitos, han tenido que abrirse paso con perseverancia, desde que Leonora Rosenborg y Madeleine Steam fueran las pioneras en 1944/45. Se dedicaron en cuerpo y alma a la profesión durante sesenta años. Cuentan que viajaban a Europa y traían a tierras americanas lo que casi nadie había imaginado que existía. Entre sus hazañas, un anecdótico descubrimiento: Hasta entonces se desconocía que Louisa M. Alcott, la autora de Mujercitas, escribía en secreto novelas rosas, bajo pseudónimos, con píldoras de sensualidad y violencia.
Hablamos de historias como la de la nieta del fundador de la famosa librería “Strand”, nacida en 1927, en la Book Row, zona conocida por sus librerías, donde llegó a haber casi medio centenar. Hoy en día es la única que pervive y una visita casi obligatoria en la ruta neoyorquina. O la de Judith y sus hermanas, de “Argosy”, fundada solo dos años antes, en 1925, en la 4ª Avenida, y cuya madre dijo a su marido “no metas a las niñas en esto”. No hizo falta, ellas lo hicieron solas.
Coleccionar arte es sinónimo de riqueza, poseer y dejarse poseer por un objeto único, pero para los coleccionistas de tomos y facsímiles -que suelen contar con distintas ediciones- las adquisiciones son pequeños tesoros a cuidar en la intimidad de una estantería rebosante. Un espacio de presencia física, de llama intelectual, de amor por la búsqueda interminable.
Es el amplio material con el que trabajan los libreros en su preservación de la historia, figuras insustituibles y sin embargo poco reconocidas. Historia con H mayúscula y H minúscula. Marcada en letras capitales. Rasgada a tinta sobre el papel. Historias particulares que no pueden acariciarse y olfatearse en un Kindle, aunque adoremos la psicomotricidad de las pequeñas tabletas. Memorias que cobran vida en Libreros de Nueva York para atestiguar que allí donde arden los libros, muere el último bastión de nuestra Humanidad.