‘El triángulo de la tristeza’: no se trata de dinero

Casi un año después de ganar la Palma de Oro en el Festival de Cannes y haber arrasado en los Premios del Cine Europeo, la película escrita y dirigida por Ruben Östlund ha conseguido llamar la atención de la crítica y el público gracias a su carácter salvaje e irreverente.

Casi un año después de ganar la Palma de Oro en el Festival de Cannes y haber arrasado en los Premios del Cine Europeo, la película escrita y dirigida por Ruben Östlund ha conseguido llamar la atención de la crítica y el público gracias a su carácter salvaje e irreverente. Sus tres nominaciones a los Premios Oscar son la culminación de un recorrido plagado de éxitos, pero también de rechazos. Y es que un sector de sus espectadores no ha dudado en tacharla de excesiva e incluso carente de estructura, quizá, por no haber sabido, podido o querido conectar con un estilo que se sale de los márgenes de lo que en los últimos tiempos se suele entender por “cine de autor” (planos eternos, conversaciones soporíferas, reflexiones manidas y pretenciosas, costumbrismo decimonónico…), pero que tampoco se pierde en la vacuidad del cine comercial exento de forma y de contenido.

Aunque parece que el Festival de Cannes ha comenzado a premiar este tipo de cine que escapa de las convenciones naturalistas, tal y como demostró el año pasado con la Titane (2021) de Julia Ducournau, probablemente el atrevimiento formal, sumado a las aparentes implicaciones políticas que sugiere la película (una lectura que resultaría superficial), sean dos de los factores que tiendan a chocar con la “comodidad” de su visionado. En realidad, El Triángulo de la Tristeza, aunque dividida en tres partes, termina bifurcándose en dos películas muy distintas que exploran las dinámicas de poder en una sociedad pseudo-humana totalmente ajena a su verdadera naturaleza.

La primera parte, a modo de prólogo, nos presenta a dos de los personajes principales, Yaya y Carl, una pareja de modelos e “influencers” (como ellos mismos se hacen llamar) que mantiene una relación instrumental basada en las relaciones sexuales y el mutuo flujo de seguidores en sus respectivos perfiles de redes sociales. A través de un par de escenas desarrolladas en un restaurante caro y en una habitación de hotel, presenciamos como Yaya manipula a Carl para no pagar la cena, y como Carl, dándose cuenta, trata de advertir a Yaya sobre lo importante que es la igualdad entre ambos, enunciando un mantra que permanecerá flotando en el ambiente durante el resto de la película: “no se trata de dinero”. Después volveremos con esto.

La segunda parte da comienzo al desarrollo de la primera película. De la mano de Carl y Yaya, asistimos a un ostentoso crucero de lujo plagado de parejas heterosexuales, blancas y adineradas; de trabajadores pobres como ratas cuyo objetivo es convertirse en aquellos multimillonarios a los que desean desplumar; de soldados con fusiles de asalto que mantienen el orden en la sombra; y, por encima de todo, del imperativo moral que supone aparentar felicidad y corrección. Así, el barco se convierte en un microcosmos que emula el funcionamiento de las estructuras sociales en el mundo actual: por un lado, las “clases bajas” corean a modo de arenga que el esfuerzo merecerá la pena porque conseguirán sacarle una buena suma de dinero a los ricos; por el otro, la “clase alta”, servida de placeres sensuales, incita a los trabajadores a “disfrutar del momento”, que es lo que de verdad importa (sobre todo cuando tu escaso sustento económico no depende de ese momento). El trabajo, pues, lejos de considerarse como un acto de servicio, creación o aporte, se convierte en un medio para lucrarse, y el lucro en un fin en sí mismo.

La dilatada secuencia de la cena, memorable para unos e insoportablemente “vulgar” para otros, supone la ruptura definitiva de esas mismas apariencias y se convierte en un virtuoso delirio escatológico que nos recuerda a todos y cada uno de nosotros la falsedad de nuestros supuestos. Mientras Dimitry, un ruso capitalista que “vende mierda”, y el capitán, un “mal comunista” depresivo y alcohólico, mantienen por megafonía una hilarante discusión acerca de sus respectivos cuerpos ideológicos, su tripulación expulsa por la boca y por el recto los restos de una cuestionable cena de alta cocina a causa de las violentas turbulencias del barco.

El barco (las sociedades humanas) se tambalea mientras un grupo reducido de personas en una posición privilegiada emite desde la distancia una serie de discursos que desembocan en dogmas, ejércitos ideológicos a los que cada cual se afilia voluntariamente para enfrentarse al bando contrario. Mientras tanto, la verdadera naturaleza material y animal del ser humano se manifiesta transgrediendo las superficialidades: como los insectos, como las ratas, todos tenemos tubos digestivos, todos enfermamos, y todos terminamos muriendo, aunque nuestro ataúd esté bañado en oro. Pero no se trata de dinero: de lo que se trata, por encima de todo, es de poder. Y así llegamos a la tercera parte, que se convierte en una segunda película casi independiente de la primera. El crucero, como las sociedades, mantiene su orden a través del miedo y de la violencia ejercida por las armas. Y así, precisamente, es como también lo pierde. Cuando una lancha de piratas armados asalta el barco, una pequeña parte de los supervivientes termina naufragando en una isla desierta, donde las reglas del juego resultan ser muy diferentes. Abigail, unas de las mujeres latinoamericanas que se dedica a limpiar el barco (su procedencia no es casual, como tampoco lo es la de los piratas ni la del resto de trabajadores), toma el control del grupo gracias a sus conocimientos sobre pesca y demás actividades directamente relacionadas con la supervivencia. El dinero, ese extraño mecanismo irracional y ficticio, ya no sirve para nada. Ahora todos dependen de lo que, en realidad, ya dependían: conseguir comida. Y, como suele pasar con el oportunismo humano, cuando se crea una necesidad, también se crea una jerarquía.

Es probable que el espectador tienda a empatizar con Abigail e incluso a ponerse de su parte. Una trabajadora inmigrante subyugada ante los caprichos de la clase dominante, ahora tiene la posibilidad de cambiar las tornas, y así lo hace. Pero es precisamente esa ansia de poder, esa necesidad de colocarse por encima, lo que ha terminado llevando a la tripulación (a la sociedad) al naufragio. ¿Qué cabe esperar del resultado si las circunstancias vuelven a ser las mismas? Y lo que es todavía más desolador: ¿Cuándo no ha sido así? ¿Y quién no haría lo mismo?
Volviendo al principio, y como ya se había anticipado en el prólogo, la relación entre Carl y Yaya se trata de una reproducción a pequeña escala de las dinámicas de poder. En efecto, no se trataba de dinero, sino de quién de los dos tenía la posibilidad de no pagar, de quedar por encima del otro. Tanto en el barco como en la isla, una serie de situaciones insignificantes relacionadas con los celos (algo que en nuestros días cualquiera podría catalogar como tóxico) se convierten en un juego que va alterando la jerarquía en función de quién le provoque más celos al otro. Finalmente, cuando a Carl se le ofrece la oportunidad, no tiene la más mínima duda en traicionar a Yaya para conseguir privilegios en la isla. Yaya, aunque entristecida al principio, parece terminar asumiéndolo. ¿A quién quiere engañar? ¿Acaso no cambiaría los papeles si pudiera?

La escena final de la película, aunque no nos es mostrada de manera explícita, es inevitable. Abigail tiene la oportunidad de decidir entre volver a la desastrosa normalidad, la del dinero y la miseria, la de las religiones ideológicas, la de las apariencias y el egoísmo desenfrenado; o quedarse como está, líder de un grupo hambriento y de un destino mortal, pero con un poder en sus manos que le otorga un estatus de omnipotencia social. ¿No resulta familiar esta misma situación? ¿No se trata, de nuevo, de una reiteración? ¿De un eterno retorno al punto de partida? ¿Será Abigail consciente de su naturaleza animal y perecedera a la hora de tomar la decisión? Yo creo que la respuesta está bastante clara.

En conclusión, ‘El Triángulo de la Tristeza’ es una de las películas imprescindibles del año, no solo por su magistral uso de los recursos narrativos y cinematográficos (espacio, función de los personajes, manejo de la cámara…), sino por la capacidad de reflejar un mundo, el nuestro, donde los seres humanos han olvidado de dónde provienen y hacia dónde van, y en lugar de procurar resolver una serie de problemáticas urgentes, prefieren jugar al juego del poder y escudarse bajo una falsa apariencia de felicidad consumista. Y todo ello a través de un humor negro y ácido, tan hilarante como satírico, que mantiene al espectador riendo a carcajadas desde el principio del metraje hasta sus últimos minutos.