Primeras páginas de ‘Fractales de una guerra en primavera’, de Olga Amarís

'Fractales de una guerra en primavera', novela de Olga Amarís.
'Fractales de una guerra en primavera', novela de Olga Amarís.
Ante la próxima presentación de 'Fractales de una guerra en primavera', una novela de Olga Amarís, os compartimos sus primeras páginas.

El próximo martes 14 de marzo se presentará en el Ateneo de Madrid la novela Fractales de una guerra en primavera, de la escritora y filósofa Olga Amarís Duarte. Y tenemos la oportunidad de compartiros las primeras páginas de la obra.

La escritora nos recuerda, por si alguien estuviese convencido de lo contrario, que «La guerra no es arte, ni es política, ni es justa ni legítima». Esta obra está editada por Huso y Cumbres (forma parte de la colección Palabras Hilanderas, que dirige la filósofa Marifé Santiago Bolaños) y se presentará el 14 de marzo, a las 20h, en el Ateneo de Madrid. Conversará con la autora Miguel Ángel Moratinos, Alto Representante de Naciones Unidas para la Alianza de Civilizaciones.

Su sinopsis dice: «Hablamos de la guerra sin saber si se puede expresar algo que no tiene cabida en el pensamiento. Y no se trata aquí de tamaño, sino de la carencia de unos contornos definibles y aprehensibles. De un rostro que pueda mirarse de frente. La guerra siempre es ciega, en el mejor de los casos, tuerta, y devuelve una mirada de doble filo. La razón arrastra grandes dudas de que haya material cognoscible en algo que no es ni acto ni potencia, sino el reverso de todas las posibilidades del ser, una zancadilla a la lógica física que rige el mundo de las acciones.

La guerra no es arte, ni es política, ni es justa ni legítima. Ni tampoco es el triunfo de la voluntad de vidas inocentes que quedan en suspenso, suspendidas ya para siempre. Pero es ahí, en su ingravidez, en donde dichas historias de vida deben ser retomadas para ser contadas y que no se olviden.

Érase una vez una primavera, una guerra y un país de las maravillas…»

Y ahora sí, os dejamos las primeras páginas de la obra de Olga Amarís Duarte, Fractales de una guerra en primavera.

 

SONDEANDO UN INCONCEBIBLE


La pregunta es simple. Tan simple que cae como una
piedra en lo más profundo de una cáscara de huevo y la
rompe desde dentro, sin dejar cicatrices. Hasta ahí llega la
simpleza de una pregunta que no acierta a enunciarse en
su justa medida, pues su naturaleza rebosa en la desme-
dida, en la inhumana hybris que todo lo apresa sin hacer
concesiones. ¿Qué ocurre en los momentos anteriores a
la explosión de una bomba? ¿Qué ocurre, si es que ocurre
algo, en la antesala de un estallido que llega sin anuncio
con una carga explosiva de 250 kilogramos? Una bomba
que acude y que se queda en los subterráneos de un teatro
en donde se refugian adultos y niños. Repitámoslo a la
inversa sabiendo que el orden no permuta el efecto (sí los
afectos): niños y adultos, espectadores implorando para
que la función más perversa no desfile ante sus ojos. Las
bombas no son ángeles ni demonios precipitados del cie-
lo; son máquinas precisas que devuelven lo humano a la
ceniza, lo vivo a lo muerto y los muertos al olvido.

Hablamos de la guerra sin saber si se puede expresar
algo que no tiene cabida en el pensamiento. Y no se trata
aquí de tamaño, sino de la carencia de unos contornos
definibles y aprehensibles. De un rostro que pueda mi-
rarse de frente. La guerra siempre es ciega, en el mejor de
los casos, tuerta, y devuelve una mirada de doble filo. La
razón arrastra grandes dudas de que haya material cog-
noscible en algo que no es ni acto ni potencia, sino el
reverso de todas las posibilidades del ser, una zancadilla a
la lógica física que rige el mundo de las acciones, un Un-
akt que marca el tránsito del todo a la nada. Pensando el
imposible, puede que ya no quede nada que merezca ser
pensado.
La guerra no es un absoluto; es tan solo un pliegue
que se repliega en sí mismo de forma parcial, particular
y estanca. El absoluto disuelve, solvere, libera de una per-
manencia que se hace insoportable. También absuelve
del absurdo de querer fijar unos límites inexistentes. La
guerra es la fuerza opuesta al movimiento que incomu-
nica y parcela la realidad. En ese paso, que en realidad es
una parálisis, el combate se cierne sobre un espacio lleno
y lo devora convirtiéndolo en detritus. El pensamiento
necesita semillas, brotes, mal se aviene con las ruinas en

descomposición. Se puede pensar el antes de la guerra
que son ciudades, rutinas, sueños, vidas, y también pe-
sares de lo que existe y de lo que vendrá. Simone Weil
avisa de que la destrucción de una ciudad supone una
de las peores amenazas contra la humanidad. La pérdida
de una organización política que permita la vida cívica
de sus habitantes en una atmósfera de justicia, libertad y
sana espiritualidad mata la vitalidad de cualquier forma
de pensamiento. Ya se dijo antes: lo vivo a lo muerto y los
muertos al olvido.
El épico artificio de la guerra consiste en contaminar
aquello que toca y en volver pedrusco lo que antes aún
se desprendía del suelo. Para levitar hace falta una con-
sciencia sin grilletes. La guerra es esa enfermedad, stásis,
que corta la respiración, estrangulando la urgencia vital
de alimentarnos de oxígeno. No es el Heilmittel, la medi-
cina revulsiva publicitada en los aforismos de Nietzsche
en Humano, demasiado humano. Es un veneno. La paz,
por el contrario, es el aire en remanso que entra y que sale
sin estremecimiento y sin forzar túneles en penumbra. La
Paz: respiros, momentos de gracia. Dice Immanuel Kant
que la paz no es el estado natural de la persona. Y lo dice
mientras respira, mientras permite que el cuerpo culmine

el imperativo pacífico de mantenerse en vida. Más amigo
del misterio inasible, san Agustín, pensando en el lobo,
hermano en la bestialidad del ser humano, sostiene que
el estado esencial del ser vivo es la paix de soi, la armonía
necesaria de ser-con-uno-mismo. Mientras respiramos
haciendo las paces con el miembro discorde de nuestro
Yo, una parte cercana del mundo se contiene el aire para
no agotarlo.
No es cierto tampoco, no puede serlo, aquello que di-
jera Karl Marx de que la guerra es la comadrona de una
nueva sociedad. La partera lanza al recién nacido a la vida,
lo desune, ent-binden, de una matriz oscura y antigua para
guiarlo a la vida nueva. Ninguna comadrona, sacerdotisa
de su oficio, lanzaría los hijos al aborto. El nacimiento es
la vida que viene de la muerte y no al contrario. Fue He-
ráclito sí, quien dijo que la guerra es “el padre de todas las
cosas”. Eligio al padre, Pólemos, y no a la madre, porque
los griegos ya habían comprobado que la fuerza femenina
se sirve de otros modos para solventar sus diferencias. Por
esa preferencia de matices tan esencial, Ares, el dios de la
guerra sangrienta, no pudo vencer a su hermana paterna,
la sabia y justa Atenea, diosa de la estrategia. En ese saber
de experiencia que discurre por la mitología griega, los

antiguos también nos enseñan que no hay gloria posible
en la guerra y que el mayor empeño consiste en enco-
mendarse a las deidades que quedaron al margen, en el
lugar de la contemplación pacífica: Eirene, la paz, Diké,
la justicia y Némesis, el equilibrio.
A estos albores de la historia resulta evidente que
nunca llegaremos a apresar con conceptos aquello que
concierne al acontecimiento de una guerra. Sondear un
inconcebible requiere la aceptación previa de que jamás
nos adentraremos en su centro. Tal vez porque llegar a él
significaría entender que no lo tiene. Utilicemos, enton-
ces, la palabra evasiva y envolvente de los místicos para
hablar de aquello que la guerra no es, sin más pretensión
que conservar la propia piel en el viaje. El discurso apofá-
tico o de la negación puede que incomode al lector, quien
se revolverá unos instantes en su sillón preferido, porque
a la postmodernidad lo que le gusta son los enunciados
directos y exclamativos de la mercadotecnia. En señal de
paz, sirva la justificación, que no razón, de que no hay
forma de hablar de la guerra sino aceptando la necesaria
confrontación con aquello de lo que no se puede hablar,
puesto que no puede pensarse, como bien dijera entre sil-
bos aquel filósofo de los fiordos.