Llevaba el pelo revuelto en un tupé que se arqueaba en forma de ola, como un rockabilly de los 50. Solía vestir una camisa blanca abrochada hasta el último botón, que casi siempre acompañaba con una americana de color negro. Tras sus ojos azules, a veces ocultos por gafas de sol, se amontonaba el humo de los cigarrillos que fumaba con avidez mientras explicaba con voz nasal lo que había exactamente dentro de su cabeza.
Porque esa pregunta fue la que muchos se hicieron: ¿qué pensaba exactamente David Lynch cuando se ponía detrás de una cámara? Él prefería hablar sobre su forma de entender la vida y observar el mundo, no tanto en dar respuestas cerradas y mensajes claros. Le gustaba que los que se asomaban a su arte pensasen. No valía una explicación clara; había que apretar los sesos. De eso se trataba. De hipótesis, certezas, pero nunca hechos. Por eso nunca quiso decir quién mató a Laura Palmer.
Su muerte, el pasado 15 de enero, supuso un mazazo para generaciones de adultos y jóvenes que se dejaron encandilar por el mundo onírico de su filmografía. Hablando con un amigo aquella noche, me dijo que encarnaba perfectamente la definición de hombre-artista. Porque Lynch, por encima de un director de cine, era un artista que había explorado todas las disciplinas que conjugaba en una misa red tras el objetivo.
La física cuántica, los sueños y la música de los 60

Cortinas de terciopelo azul; escenarios asfixiantes en blanco y negro; una constelación luminosa que personificaba la muerte; un pueblo en la frontera con Canadá con espíritus en sus bosques; actrices primerizas y multiversos; carreteras infinitas. Lynch creaba universos con elementos cuyo significado conocía perfectamente. Un búho en la noche; una oreja putrefacta; árboles danzando al son del viento; tacones y labios rojos; personajes extravagantes; café.
Para él, la importancia estaba en cuidar los detalles. Si los detalles daban sentido al todo, entonces era algo maravilloso de ver. En su obra es complicado encontrar algo que no atienda a esa premisa. Incluso la injustamente tratada Dune , abrió la puerta a un imaginario visual del que más tarde beberían otras adaptaciones de la obra de Frank Herbert. Cada escenario, cada personaje, cada parte de sus historias formaban las piezas de un puzle que encajaban en su propia narrativa; cada cosa, por muy insignificante que pareciese, daba un significado completo a lo que él creaba.
El cadáver más bello de la historia de la televisión

Para muchos, Lynch siempre fue de la mano de Twin Peaks, el trabajo más notorio de su carrera y que le daría fama internacional. Todo eso no le interesaba lo más mínimo porque, a diferencia de otros directores, era un verdadero outsider de Hollywood. Quizás sea la razón por la que los que nos declaramos admiradores suyos lo queríamos tanto. Vivía y te atraía a mundos extraños, escenarios que difícilmente podrían tomar forma si no fuera a través de una película y un arte que englobase todas las disciplinas, como es el cine.
Un agente del FBI perfectamente engominado, atravesando a toda velocidad una carretera llena de abetos Douglas y hablando a través de su grabadora a una señorita llamada Diane. Esa escena supuso el inicio de un fenómeno televisivo que cambió para siempre las formas narrativas de la pequeña pantalla. Intentar descubrir quién había matado a Laura Palmer, el cadáver más bello de la televisión, se convirtió en la obsesión de buena parte del mundo. Personajes excéntricos; un pequeño pueblo lleno de misterios; café, donuts y tarta de cereza, acompañados de la música de Angelo Badalamenti, su compositor habitual, aglutinaron el misterio y la oscuridad que dio forma a las nuevas series de televisión.
Aunque su cine no era para todo el mundo, lo cierto es que su estilo dejó huella. Ahora, cualquier similitud con su obra se denomina “lynchiano”, aunque quede muy lejos de la identidad del propio Lynch. Sus últimos años, alejado del mundo del celuloide, en los que hablaba del tiempo a través de su canal de YouTube, siempre tras el humo de su cigarro, han sido el acompañamiento de muchos que queríamos saber más de él. El año pasado anunció que padecía enfisema pulmonar, que no podía salir de su casa e iba acompañado de una máscara de oxígeno. Sin embargo, manteníamos la ilusión de que aún guardase un último as en la manga. A fin de cuentas, era David Lynch, ¿quién podría hacerlo si no él? Quizás se fue para atrapar al pez dorado, quizás lo logró, quizás él fuese el propio pez. Quién sabe.
Su ausencia no impide que siga sonando la música de Badalamenti, que las cortinas rojas todavía ondeen; que el café sea negro como una noche sin luna y la tarta de cereza el manjar predilecto. Eso que llaman legado y que él, como ningún otro, ha dejado impregnado en la memoria colectiva.
Volveremos a vernos, David Lynch. Mientras tanto…
