«Hasta el infinito»: cómo escapamos de Dismaland

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Estuvimos en el Dismaland de Banksy.
Hemos visto con nuestros propios ojos lo que ha montado Banksy en Weston Super Mare y nos ha quedado claro: En Dismaland la principal atracción somos nosotros.

«José, te presento a Minnie. Minnie, José».

«¡Hola, José!», responde Minnie, sonriente.» ¿Eres mi fan favorito?»

Son las cinco de la tarde. Los rayos de sol atraviesan la cristalera del Anchor Head, el hotel donde Mark ha quedado con su amiga, que desde hoy trabajará en Dismaland. La entrevista no va del todo mal (tiene veintidós años, su novio se llama Mickey y siempre está feliz porque nos quiere mucho). También nos ha adelantado alguno de los secretos del parque. “Cuando entréis al castillo y os encontréis perdidos y cansados en la oscuridad, recordad, sonreíd”.

Sin embargo. Minnie no sonríe. Es la marca del rímel la que dibuja la sonrisa, no sus labios. Arquea los hombros, y me lo vuelve a preguntar, otra vez: «¿Eres mi fan favorito? ¿Eres mi fan favorito?».

Treinta minutos después nos dirigimos al parque.

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Mark y yo llegamos a Weston Super Mare hace dos horas. Desde la magnífica estación Temple Meads subimos a un cochambroso tren y avanzamos despacio hacia el oeste de Inglaterra, compartiendo vagón con personas de la tercera edad. Tras abandonar la periferia de Bristol una de ellas, curiosa, nos pregunta a qué se debe el trasiego de personas este fin de semana a esta zona abandonada del país. Le explicamos que vamos a ver una exposición del artista Banksy, en el espacio conocido como Tropicana en la zona costera de Weston Super Mare (“se dice ‘SuperMal'», me explica Mark). El parque estará abierto durante cuatro semanas, hasta el 25 de septiembre. La entrada cuesta 3 libras.

Me doy cuenta que ha dejado de llover. Desde las ventanillas del tren llega el intenso olor de cosas mojadas. Éste será el momento más auténtico del viaje, sólo que aún no lo sé.

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Nos ponemos al final de la cola que se extiende por el aparcamiento. Hacemos fotos a parejas y empezamos a preguntar de dónde vienen. Seattle. Milán. Sydney. Madrid. «Esta exposición va ser la más recordada en años». «Banksy nos quiere decir algo con esa sirena».

Los guardias nos oyen hablar y se ríen: “¿De verdad habéis venido de tan lejos para pasarlo mal?”.

Al cabo de media hora el encargado de la seguridad nos lleva a la sala de control. Las paredes están pintadas de blanco. Cámaras de seguridad de cartón nos apuntan como sospechosos.

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«¿Tiene algún objeto punzante o peligroso que pueda suponer una amenaza?

¿A qué se refiere?

No se lo volveré a preguntar, señor. ¿Tiene algún objeto que pueda considerarse una amenaza?

Oh, vamos, gritan algunos detrás. ¡Llevamos horas haciendo cola!»

Los dos policías terminan cacheándonos. Tras nosotros la gente en cola aplaude y silba, presa de la excitación.

Una vez pasado el control nos encontramos a Minnie. Esta Minnie no es la amiga de Mark, aunque se le parece mucho.  Su voz está rota y extiende las manos hacia nosotros en señal de reverencia.

“Bienvenidos a la Desolación”.

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Parafraseando a Disney: Dismaland se extiende hasta el infinito, y más allá.

Abrumados por la cantidad de detalles, murales y figuras, decidimos dirigirnos al castillo que preside el centro del parque. Rodeamos el lago (donde alcanzamos a ver un carro humeante sumergido en él, muñecos sin cabeza y latas de cerveza) y nos colocamos en la cola que se pierde en el interior del castillo. Mientras nos acercamos al portón escuchamos canciones de películas Disney. Esperamos a oscuras durante media hora en el pasillo hasta que por fin llegamos al final de la cola.

Allí nos espera Mickey con una cámara de fotos sujetada a un trípode: «Sonreíd».

Tras hacernos la foto entramos en la siguiente habitación. La oscuridad es total, salvo los flashes de unas cámaras que se distinguen a lo lejos. Caminamos hacia ellos, confundidos y desorientados, creyendo que se trata de la salida. Y entonces los vemos.

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Se trata de veinte maniquíes disfrazados de paparazzi que disparan sus cámaras hacia un carruaje volcado. El cuerpo de la Cenicienta de Disney asoma por una de las ventanas. Gracias a los flashes conseguimos ver a los caballos, heridos y con las patas torcidas. En la oscuridad los visitantes empiezan a hacer fotos a los visitantes que hacen fotos a los paparazzi que hacen fotos al carruaje. Más tarde, mirando mis fotos, seré incapaz de distinguirlos.

Cuando cruzamos la siguiente sala nos espera un equipo de Minnies tras unos monitores de ordenador. Comprendemos lo que pasa: cada instantánea sonriente realizada por Mickey en la habitación anterior es añadida a la escena del accidente. Nuestra cabeza sobresale sonriente entre los paparazzis y el horror.

Cada impresión cuesta 5 libras. El área está tan llena de familias reclamando su foto que los guardias de seguridad tienen que organizar las filas. Es entonces cuando lo entendemos: La principal atracción de Dismaland somos nosotros.

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Sucede lo mismo en la piscina, donde podemos manejar por control remoto un barco patrulla o  un barco de inmigrantes ilegales que intenta llegar a la frontera. Lo mismo en la pesca del pato amarillo en una poza de petróleo. Dismaland va de hacer colas.

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Mark me señala a un cartel que reza «El Museo de Diseños Crueles». Dejamos atrás a las Minnies del mini golf radioactivo («¿no quieres ganar un premio? ¿No quieres ganar un premio?») y nos dirigimos a la nueva atracción, movidos por una urgencia infantil.

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El Museo de los Diseños Crueles es una exposición sobre la historia de la tortura y la vigilancia en Inglaterra. El espacio de la exposición es un vagón de metro adornado con anuncios de pastillas adelgazantes y anuncios de Samsung Edge.

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Tras unos esquemas muy didácticos y leer citas de Foucault y David Cameron llega el vídeo de la cabra.

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El metraje es real, al igual que el utensilio de tortura de la vitrina. Según nos cuenta la descripción, todas las herramientas de tortura son puestas a pruebas con mamíferos, como vacas y cerdos. Y cabras.

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Las imágenes de los animales retorciéndose en el suelo asustan a algunas familias que se dirigen a la noria a toda velocidad. «¡Subid, mis pequeños!», susurra un hombre de cincuenta años. «¡El arte se ve mucho más limpio desde el cielo, o desde un portátil! ¡Haced fotos, compartirlas!¡Disfrutad del momento!».

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Nota mental: Dismaland es el primer parque sobre la representación de un parque que pide a gritos ser representado a base de fotografías. Dismaland se duplica y expande sus territorios a cada tweet, a cada fotografía, a cada segundo. Sin embargo, la belleza de las imágenes no alcanza a transmitir esa extraña sensación de desamparo. Principio Heisenberg adaptado al arte: «Cuanto más lo miras, menos lo puedes comprender».

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En una sala de exposiciones llamada El Sueño de la Razón vemos aberraciones con dientes de Scott Hove, las tazas para tomar el té (con labios) de Ronit Baranga  y el unicornio de Damien Hirst envuelto en vidrio. Lo cotidiano crea monstruos que muerden, lo fantástico está embotellado. El ser humano es el único que disfruta con el espectáculo del horror.

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De camino por el parque encontramos un muro blanco con dos agujeros. Agujero Selfie. Las colas nos resultan interminables y preferimos seguir avanzando. Nos cruzamos con una ballena saliendo de un váter y llegamos a La Tienda de los Anrquistas. Allí se exponen banderas de sindicatos y venden libros de Chomsky y Karl Marx. De repente uno de ellos señala a un par de Minnies.

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«¡Malditos hijos de p***! ¡Hay que acabar con ellos!». Los anarquistas empiezan a perseguir a un par de Minnies. Algunas personas se asustan.  Forcejeos y carreras de los guardias de seguridad.

Son las nueve de la noche. Tras visitar una galería escondida con obras de Shadi Al Zaqzouq y Paco Pomet abandonamos otro par de colas y cenamos pizza en el único restaurante del parque, cuyos empleados son ex adictos rehabilitados. “La cultura mediterránea es la más saludable del mundo”, reza el cartel.  Hacemos cola (cómo no) y comemos nuestra pizza quemada en una esquina apenas iluminada, donde distinguimos un peluche del Pato Donald y un carro de la compra sumergido en el agua.

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Observamos a un joven con mochila, llamando la atención a todo el mundo, cerca de un camión de fuerzas especiales.

«¡Fascistas! ¡Atrás!».

Un grupo de vigilantes se lo llevan de las manos. Los altavoces interrumpen la sintonía: “Disculpen la intrusión, el alborotador se ha ido. Sigan en las colas, por favor”.

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En uno de los comedores un grupo de ingleses han empezado a jugar a beber cerveza. Sus gritos de júbilo son soterrados por sus sillas golpeando con fuerza el suelo. Un par de ellos se pelea. Los guardias de seguridad los observan.

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Terminamos la pizza y volvemos a andar, perdiéndonos entre los callejones y los pasadizos que te llevan a mundos ocultos, custodiados por guardias de seguridad. La realidad en Dismaland es permeable, como en la eXistenZ de David Cronenberg.  Al cabo de un rato descubrimos una inmensa ciudad dentro del parque (más tarde averiguamos que su alcalde se llama Jimmy Cauty) donde la policía tiene que contener una revuelta de proporciones apocalípticas. El olor de gasolina es más penetrante entre los edificios de hormigón.

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Son las diez de la noche. En el cine al aire libre se proyectan cortometrajes de forma ininterrumpida. En uno de ellos, de título Danielle, la imagen de una niña asiática va transformándose en una anciana mientras una música minimalista se eleva hasta acabar en un fundido en negro.

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Cerca de allí, leemos una postal pegada en la pared, una nota dice: “De nuevo fallamos, de nuevo lo intentamos, de nuevo fallamos, de nuevo lo intentamos, de nuevo fallamos, de nuevo …”.

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Entre la multitud distinguimos el hombre de la noria, tumbado en una de las literas. Nos reconoce y nos invita a que nos sentemos a su lado. Hablamos de arte. “¿Habéis averiguado ya lo que significa la sirena del lago?”, nos pregunta mientras alcanza una cerveza del suelo.

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Como un acto reflejo miramos las fotos de vuestras cámaras. ¡Sorpresa! La sirenita Ariel aparece distorsionada en cualquier medio de grabación,  como una mancha. Parece un accidente. Pero no lo es.

“El arte es el martillo que da forma a los espejos de la realidad”, nos susurra el viejo.

Disculpe, ¿cómo se llama?

El viejo sonríe.

Bartholomew. Bartholomew Banksy.

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Desde la muralla del parque puedes manejar los hilos de unas marionetas que penden del aire. “Mueve los hilos para que podamos bailar”, dice el anuncio pintado con spray. Desde las alturas jugamos con ellas mientras disfrutamos de una panorámica del parque; desde allí arriba no podemos desprendernos del olor a azufre y gasolina, ni tampoco dejar de oír el balido de los corderos agonizantes.

Los gritos de los anarquistas recorren de nuevo el parque. Han tomado el tiovivo. “¿Es que no lo veis?”, gritan. Subidos en los caballos (marcados con el sello ‘Lasaña’ en el dorso) giran y giran, mientras no paran de gritar y llamar al público que toma fotos.

“¡Uníos a la lucha! ¡Despertad!”.

Giran y gritan hasta que el tiovivo termina de moverse. Entonces se bajan de los caballos y se dirigen al bar.

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La salida al parque está situada por la Tienda de Souvenirs.  Allí nos encontramos con la Minnie amiga de Mark. Nos dice que llega tarde a su otro trabajo. La acompañamos, cómo no, recorriendo la oscuridad del paseo marítimo, hasta llegar a la feria del centro.

Observamos cómo saluda a los niños mientras sus padres juegan y la policía cachea a unos sospechosos. Nos quedamos un rato, tomando una porción de pizza mientras en la BBC hablan de inmigrantes muertos en la frontera de Calé. Contemplamos una pelea en una máquina recreativa. Niños haciendo cola. Minnie nos sonríe.

«¿Eres mi fan favorito? ¿Eres mi fan favorito?».

Volvemos al hotel por el paseo marítimo, movidos por una extraña urgencia. Cerca de la playa de arena gris distinguimos unos flashes en la oscuridad. Nos acercamos.

Es entonces cuando lo entendemos todo.

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