Renovarse o morir, eso es lo que ha hecho la HBO con su última apuesta, una ambiciosa miniserie de cinco capítulos que relata de forma cronológica los terribles acontecimientos que se sucedieron la madrugada del 26 de abril de 1986 en la Central Nuclear Vladímir Ilich Lenin, en Chernobyl. Aquella noche, una explosión cambió la vida de todos los habitantes de la ciudad de Prípiat, en Ucrania, y también del mundo entero.
Johan Renck dirige con maestría una serie que asfixia al espectador en cada capítulo. El guion de Craig Mazin es frenético, no da lugar a la pausa, se sucede forma constante. Primero incertidumbre, luego preocupación, después sorpresa, finalmente terror. Una sucesión de sentimientos que, fácilmente, debieron vivir los habitantes de aquella Unión Soviética de mediados de los ochenta.
La obra de Renck escarba en la miseria humana, en las mentiras de un régimen que languidecía tras largos años de Guerra Fría con occidente. En el pavor a decir la verdad, en los controles estatales en pos de evitar el escándalo.
Todo ese recorrido emocional es plasmado en la pantalla con poesía, con imágenes abiertas de una ciudad soviética, hoy abandonada, reconstruida de forma fidedigna. Los bloques de pisos grises, como cárceles en el aire, los niños de cabellos rubios y miradas inocentes, las brasas de una central nuclear en llamas. Cada uno de los elementos que se plasman en Chernobyl son un reflejo de la miseria que vivió el mundo en 1986.
Hacer memoria
En los tres primeros capítulos, Renck dirige de forma agitada, el ritmo va in crescendo a la par que el desastre, la tragedia se masca en el aire radiactivo. Todos los elementos que dieron lugar a una de las peores catástrofes nucleares de la historia se van condensando en una amalgaba de escenas atropelladas, en las que el director nos sitúa en las historias humanas que iremos viviendo a lo largo de los cinco capítulos que dura la miniserie. Nos presenta a sus protagonistas y sus vidas, de forma íntima. Posteriormente, los grados roentgens de la centrañ que asolan la ciudad tras el accidente arrastran a estos personajes en un declive del que somos testigos.
El desenlace de Chernobyl es calmado, casi pausado, todo tiene lugar de una forma mucho más lenta. El objetivo es hacer memoria, aprender de los errores del pasado y evitarlos en el futuro. Las farsas, los hombres enchaquetados del KGB, los juicios organizados. Todo es recreado con detalle y precisión para, como culmen final, dar voz a los héroes de la masacre: el científico Valeri Legásov y el político Borís Shcherbina.
Renck finaliza el recorrido por aquel escenario desolador narrando el desenlace real de los supervivientes. Las imágenes, con un canto ortodoxo ruso de fondo, son simples. Toda la fuerza recae en los subtítulos que cuentan la verdad descarnada de sus destinos.
Chernobyl es una serie humana, cruda, sin teatro ni ficción. Envuelta en una estética tenebrista, fría, industrial, con melodías metálicas gracias a la composición de Hildur Gudnadóttir. Un vistazo al dolor y el escarnio vivido hace 33 años. Un recordatorio de lo importante que es la verdad y lo duro que es el precio a pagar por las mentiras.