Un día cualquiera un agente inmobiliario se fija en esa zona tan destartalada de la ciudad y decide adquirir allí, a precio de risa, unos cuantos pisos y locales. Después, mediante alquileres asequibles, se encarga de que sus calles se llenen de jóvenes cool y, una vez conseguido, anuncia a todo el mundo que ése es el nuevo barrio de los artistas. En tres años o menos, “¡fuera de ahí!”, vaticina Tom Wolfe en uno de los capítulos de su última novela, Bloody Miami (Anagrama, 2013): “hordas de gente culta y acomodada llegarán a la zona”. Y se apoderarán de ella.
En las apocalípticas líneas anteriores Wolfe se refiere a Wynwood, en Miami, pero podría estar hablando también, con los correspondientes matices, de Chueca (Madrid), Condesa (México DF), Kreuzberg (Berlín) o Hackney (Londres), por nombrar algunos. Son los sohos, nombre tomado del primero de ellos, nacido al sur de la calle Houston –“south of Houston”- de Nueva York; esas zonas guapas que, en opinión de algunos, resucitan barrios antes deprimidos de nuestra ciudad, y, según otros, los asesinan sin piedad.
Bohemia ¿auto?impuesta
Muchas asociaciones de vecinos repiten con insistencia que en los sohos no es oro todo lo que reluce. Más allá de la explosión cultural y del talento de sus nuevos colonos, ¿qué tiene de malo un barrio de moda? Parece que, aunque nos encante pasear por sus calles, cuando aparecen los turistas y las reseñas en las revistas de tendencias, comienza la cuenta atrás para la subida de los alquileres y los menús del día. O para fenómenos mucho peores, como la gentrificación.
En inglés, gentry significa “alta burguesía o aristocracia”. Pero en el idioma del urbanismo se refiere, más bien, al proceso mediante el cual “los vecinos de un barrio son expulsados y sustituidos con intereses puramente especulativos”, como explica el laboratorio de resistencia cultural Todo por la praxis en su página web. Ellos señalan un puñado de causas: instituciones públicas, agentes culturales, comercios, promotoras, bancos, museos… y hípsters, una palabra que, por cierto, empezó a utilizarse en los años cuarenta para denominar a aquellos jóvenes blancos acomodados que decidían vivir en la bohemia y la pobreza autoimpuesta para imitar a sus ídolos del jazz.
Desde Somos Malasaña, por su parte, consideran que un territorio gentrificado “puede también adoptar distintas formas: la de barrio histórico convertido en museo del pujante turismo urbano, la de barrio bohemio crecientemente mercantilizado o la de barrio obrero convertido por su situación céntrica en barrio burgués”. Hay muchos ejemplos y, en casi todos, agoreros o no, quienes se rebelan contra estos cambios no señalan con dedo acusador a sus nuevos vecinos con bicicleta y Mac, sino más bien a quienes gestionan, desde lo público o lo privado, el siempre delicado equilibrio del ecosistema urbano.
Chueca-Malasaña-Lavapiés (Madrid)
Tres zonas conocidas por los más pesimistas como el triángulo de la gentrificación de la capital. Donde la heroína hizo parte de su agosto madrileño en los últimos ochenta y los primeros noventa, donde antes había bares de paisanos y mercados semideshabitados hoy brotan por doquier estudios de diseño, agencias de publicidad, galerías de arte, cafebrerías, gastromercados y terrazas de moda. Con ellos, pisos y cañas más costosos y una sensación latente en algunos que ya estaban allí antes, que varía en su intensidad desde las calles del ya carísimo Chueca a las del todavía asequible y multiétnico Lavapiés: la del extrañamiento.
El Raval (Barcelona)
La Assemblea de este barrio del distrito barcelonés de Ciutat Vella, nacido de la ampliación de las murallas medievales de la ciudad y marcado por su sempiterno espíritu periférico y por la presencia del MACBA , asegura que lo que más importuna a los vecinos del Raval, acostumbrados a las caras nuevas, no es el ruido o la suciedad que puedan generar los turistas que visitan sus calles. Lo que les molesta es, según sus palabras, “que cada nueva tienda de souvenirs significa el cierre de un colmado en la esquina; cada nuevo hotel, un bloque de viviendas sociales menos; cada nuevo apartamento turístico (legal o ilegal), otra familia que se tiene que ir del barrio”.
San Francisco y Silicon Valley
httpv://vimeo.com/90742340
San Francisco, el espejo en el que probablemente se miren todas las ciudades y barrios con aspiraciones cool del planeta, es un buen ejemplo de gentrificación por culpa de la burbuja tecnológica. La afluencia de empleados de las empresas que se agrupan en Silicon Valley está inflando los alquileres y destruyendo el entorno natural de la zona, según algunos vecinos, que no han dudado en empezar a organizarse en escraches ante las viviendas de directivos de gigantes como Google. Los autobuses blancos, pertenecientes a las redes de transporte privado que desplazan a los trabajadores de las tecnológicas a sus oficinas, se han convertido en un icono de la gentrificación de esta ciudad californiana.
Vidigal (Río de Janeiro)
Con una vista privilegiada sobre la playa de Ipanema, la favela de Vidigal vio cómo, después de ser “barrida” de narcotraficantes por la policía, miles de personas empezaban a recorrer sin miedo, por fin, sus calles, y las ventas de sus comercios ascendían un 26%. Después llegaron las fiestas de electrónica a la luz de la luna, los hotelitos con encanto… y, antes de que sus habitantes pudieran darse cuenta, el precio de una casa que antes costaba 50.000 reales (16.000 euros) había ascendido a 250.000 (84.000 euros). La reducción de la violencia y el embellecimiento del barrio elevó por los cielos el coste de vida y convirtió Vidigal no solo en ejemplo de pacificación, sino también de especulación inmobiliaria. Los carísimos alquileres de zonas más ricas atrajeron a muchos cariocas a esta favela, cuyos habitantes se han visto obligados a pagar más o a marcharse.
Fotos: Felipe Gabaldón (cc) / Cristina González (cc) / Premshree Pillal (cc) / Catalytic Communities (cc) / Phillip (cc)