‘Alcarràs’, la tierra y el tiempo

Fotograma de 'Alcarràs'.
Fotograma de 'Alcarràs'.
'Alcarràs', el segundo largometraje de la cineasta Carla Simón, ha marcado un antes y un después en el cine español tras alzarse con el Oso de Oro en el 72º Festival Internacional de Cine de Berlín.

Alcarràs, el segundo largometraje de la cineasta Carla Simón, ha marcado un antes y un después en el cine español tras alzarse con el Oso de Oro en el 72º Festival Internacional de Cine de Berlín.

El tiempo, como un gran río que se desborda, lo arrastra todo tras de sí. Lo bueno y lo malo. En un siglo de cambios irrefrenables, lo nuevo no tarda en considerarse obsoleto y lo viejo cae en el olvido con extenuante ligereza, como si jamás hubiera tenido importancia alguna. Con una sutileza tan cruda como delicada nos lo muestra Carla Simón en Alcarràs, su segundo largometraje, que ya es historia tras haber ganado el Oso de Oro en el 72º Festival Internacional de Cine de Berlín. Aunque eso es lo de menos.

La película nos cuenta la historia de los Solé, una familia de agricultores que ha cultivado una extensa plantación de melocotoneros en la localidad catalana de Alcarràs a lo largo de ochenta años. Sin embargo, durante la temporada de cosecha, la familia recibe una noticia por parte del propietario de las tierras, quien parece tener otros planes más “adaptados a la modernidad”.

Ya la primera escena se presenta como una pequeña síntesis técnica y narrativa, incluso simbólica, de lo que será el resto del metraje: los pequeños de la familia, felices e inocentes, juegan despreocupadamente en el interior de un viejo automóvil cuando una grúa de enormes dimensiones aparece de la nada con la intención de desguazarlo para convertirlo en chatarra. De esta manera, Carla Simón sienta con gran precisión el tono de la película y anticipa uno de sus temas principales, que tanto recuerda a la mejor versión del histórico Fernando Fernán-Gómez: la imparable fuerza de los nuevos tiempos y la impotencia del ser humano ante los cambios que produce.

El filme se nutre de la tradición neorrealista. El reparto, formado por caras desconocidas de actores no profesionales, desprende naturalidad, volviendo a demostrar que no es necesario tener un gran nombre para llevar a cabo una gran actuación. La predominancia en imágenes de los paisajes rurales mediterráneos nos retrotrae al plano literario, pues es inevitable no asociarlos a las detalladas descripciones de Vicente Blasco Ibáñez. De hecho, uno de los puntos fuertes de Alcarràs es haber conseguido llevar la introspección evocadora de Marcel Proust a la pantalla: una canción que cantaba el abuelo, la típica anécdota materna, una tarde de juegos en familia… Cualquier pequeño elemento cotidiano cobra suma importancia y se convierte en un recuerdo que brota repentinamente de la memoria para inundarla de sensaciones.

En términos estilísticos, sin embargo, ningún autor adquiere tanta importancia para Carla Simón como ella misma. Y es que los recursos que mostró en Verano 1993, su primer largometraje, aparecen sublimados y llevados hasta su máxima expresión en Alcarràs. La directora nos transporta de nuevo al entorno rural de su Cataluña natal a través de una experiencia semiautobiográfica cargada de nostalgia. Los personajes, pese a estar rodeados y amparados por los miembros de su propia familia, parecen vivir aislados, encerrados en un mundo propio que no son capaces de verbalizar; un mundo propio que se vuelve inalcanzable a causa de la asfixiante presión ejercida por las circunstancias. A lo largo de las dos horas que dura el filme, Carla Simón nos va dibujando cada uno de esos mundos individuales a fuego lento, construyendo poco a poco la voz interior de cada personaje, sacando todo el jugo de cada detalle, demostrando la gran cantidad de emociones que es capaz de hacer florecer con tan pocos elementos.

Alcarràs es un relato universal. Lejos de narrar un caso concreto en una pequeña localidad catalana, la película nos muestra en imágenes la cruda situación de todo un mundo: el mundo de la tierra, el mundo en el que todos vivimos. La denostación de la agricultura, cuya importancia parece haber desaparecido del mapa en una sociedad de consumo alejada de las raíces de la naturaleza; las precarias condiciones materiales de los trabajadores del campo; el desinterés generalizado por aquello que “no da dinero”; el desarrollo de la tecnología, que poco a poco va consumiendo todo aquel territorio virgen de industrialización; o la impotencia de los seres humanos, que nada pueden hacer de forma aislada ante el inevitable paso del tiempo y los cambios que consigo trae la engañosa sombra del “progreso” contemporáneo.

Además, no se limita a ser un “filme social” como otro cualquiera. Se trata de una obra coral con voces y puntos de vista cuidadosamente diferenciados, libres de jerarquizaciones, donde la realidad es conformada a partir de las relaciones que se establecen entre los personajes. El violento entorno de un padre estricto, que ve cómo su presente se desmorona y cómo su hijo se aleja de él sin pretenderlo, se entrelaza con la mirada de una adolescente que no encuentra su lugar en la familia ni en el mundo que le rodea. La voz de un hombre mayor se ve finalmente silenciada por la complejidad de un mundo que gira demasiado rápido, en el contexto de una sociedad rural donde, a día de hoy, continúan existiendo el racismo y el patriarcado sistemático. La verdad se respira en el ambiente de una familia que, pese a todo, permanece unida mientras observa cómo van cayendo una a una las hojas de los árboles.

Carla Simón pertenece a una nueva generación de cineastas que entiende a la perfección los medios del séptimo arte. Tras su segundo largometraje, ha conseguido consolidarse como una de las autoras clave del momento. Es tan solo cuestión de tiempo ver hasta dónde puede llegar después del éxito que el filme está cosechando a nivel internacional. Mientras tanto, seguiremos disfrutando de Alcarràs, una obra magna de nuestros días de obligatorio visionado para todos aquellos espectadores que disfruten del cine con mayúsculas.