El verano neoyorquino puede resultar sofocante. La jungla de hormigón se calienta como un termostato e irradia una humedad que convierte sus calles ruidosas y llenas de vida en embudos asfixiantes. Y fue precisamente en uno de esos veranos calurosos de la ciudad que nunca duerme cuando Jean-Michel Basquiat se convirtió en universal. El 12 de agosto de 1988 con tan solo 27 años fallecía víctima de una sobredosis de heroína.
Tras su muerte comenzó la leyenda. Aunque, a diferencia de otros mitos que llegaron a la cumbre de la fama cuando ya no eran capaces de disfrutarla, el caso de Basquiat fue algo diferente; él ya había lamido las mieles de éxito, de hecho se dice que fue esa fama que tanto ansiaba la que acabó con él.
Cierto o no, la realidad es que pasó a la historia. Quiso ser famoso y lo logró. Le bastó menos de una década para convertirse en niño prodigio, en un genio moderno que despertaba pasiones y rechazos. Porque así parecía ser la relación que entablaba con los críticos; o lo amaban o lo odiaban.
Los niños furiosos de Nueva York
Recorriendo los museos más importantes de la ciudad de la mano de su madre, siempre quiso el reconocimiento de su padre. Y fue ese tándem de progenitores pieza clave en su influyente obra. Ella una diseñadora gráfica de origen puertorriqueño, él un contable haitiano. En medio del Brooklyn de los 70, un Basquiat adolescente vagaba como un fantasma sin patria, sintiéndose desapegado de sus orígenes y como un extranjero en su propio país.
No fue hasta que emprendió el vuelo forzoso después de escaparse de su casa a los 16 cuando comenzó a hacerse un nombre. La década de los 80 estaba a la vuelta de la esquina y los chicos furiosos de los barrios de la periferia neoyorkina fraguaban una escena artista que llevaría el reciente movimiento hip hop a su edad de oro.
Los trenes amanecían adornados con pinturas a todo color que daban vida a los vagones grises que atravesaban veloces la ciudad. El grafiti había llegado a la gran manzana, los escritores se adentraban en la quietud de las bocas del metro para agitar sus sprays y dejar su firma en cada uno de los rincones. En medio de las pintadas una llamaba la atención; dejaba de lado el color y la técnica para escribir mensajes, pequeños poemas que adornaban los muros. Bajo ellos una firma: SAMO (Same Old Shit).
Junto a su amigo Al Díaz, hicieron de su firma una pseudoreligión contra la explotación, el capitalismo y la política. No tardaron en hacerse notar y Jean-Michel vio la oportunidad. Se autoproclamó ante las cámaras como SAMO y ahí nació la estrella; el niño radiante había llegado.
Andy Warhol y las galerías
Su fama despegó de forma meteórica y pronto los marchantes de arte más famosos adulaban al niño afroamericano de pinturas coloridas. La fuerza de su línea, el simbolismo, los colores brillantes, el trazo imperfecto casi infantil o los textos que presentaban incógnitas, eran alguno de los elementos que convirtieron al chico de Brooklyn en uno de los pintores más cotizados de la nueva escena artística.
Los temas hacían referencia a la cultura pop, al jazz, al racismo imperante en aquel Nueva York decadente, a sus raíces, a lo trivial y al pensamiento. Colocaba cada línea, cada letra y cada trazo de color en el lugar exacto con un motivo determinado. No había nada alocado en sus pinturas. Todo estaba calculado a pesar del aparente caos.
Fue su genialidad, su expresión novedosa lo que llamarón la atención de Warhol. Desde su primer encuentro en el SoHo, cuando el gurú del pop art y creador de The Factory compró una postal al joven artista hasta su colaboración que puso punto y aparte a su relación, la amistad de Warhol y Basquiat fue tan icónica como sus figuras.
Andy veía en Jean-Michel la belleza de la juventud y este veía en Andy al ídolo que llevó Nueva York a la cima de la modernidad. Genuinamente se amaban y la muerte del padre de la sopa Campbell en el invierno del 87 afectó profundamente a un Basquiat al que la fama se le había quedado grande y cuyo refugio eran las drogas.
Sus últimas pinturas demuestran a ese pintor que maduraba, que se atrevía, que innovaba. Su carrera no estaba acabada como vaticinaban los críticos con lenguas más viperinas, ni tampoco había sido la mascota de Warhol. Su fama la ganó por mérito propio y hubiese continuado teniendo una carrera prometedora de no haber desaparecido tan rápido como llegó.
Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver
Sin pretenderlo hizo realidad el mito; desarrolló su obra de forma breve, murió con tan solo 27 y se consolidó como «el pintor maldito». Su legado continua vivo, documentales como «Jean Michel Basquiat: Radiant Child» o la película «Basquiat» de sus amigos Tamra Davis y Julian Schnabel pretenden acercar al público al lado más humano y desconocido del artista.
Considerado uno de los pintores más influyentes del siglo XX, sus cuadros continúan colgados en las mejores galerías, su mirada penetrante y rastas oscuras adornan los muros en los que alguna vez firmó como SAMO y las exposiciones de pintores que miraba cuando era niño ahora comparten espacio con sus obras.
A 34 años de su fallecimiento su nombre resuena aún como una de las figuras más importantes de esa escena underground de principios de los 80. Algunas voces dicen que está sobrevalorado, otras que es un genio y otras no conocen su nombre pero, eso es lo bonito del arte: la libertad. La misma con la que vivió Jean-Michel Basquiat durante su corta y ruidosa vida.