Vigila tu espalda. Por Navidad vuelven los monstruos.
No has oído hablar de ellos durante mucho tiempo. Lo cierto es que permanecen escondidos durante todo el año. Quizás esta Navidad no aparezcan, piensas. Quizás nos dejen por en fin en paz.
Pero te equivocas, claro. Aparecen de improviso en la puerta de tu casa. Sus sombras se deslizan por las paredes del salón a toda velocidad. Los atrae el resplandor imposible del árbol de plástico, ansían en secreto las figuras inmóviles de la Adoración. Los tesoros (inútiles) escondidos por su propia casa.
Hay muchas clases de monstruos. Todos ellos son distintos entre sí, pero tranquilo. Distinguirlos es fácil.
Por ejemplo, allí va un monstruo con aspecto de mujer. Se dirige al ropero con pasitos torpes. Su sonrisa está embutida en un carísimo abrigo de piel. Esta noche será el centro de atención de todas las miradas y comentarios. Será feliz.
Allí va un matrimonio cargado de besos pringosos. Caras machacadas por el maquillaje y el colesterol.
Aquí vienen esos amigos que son casi de la camada. Han atravesado kilómetros de tiempo, guiados sólo bajo promesas secretas entre monstruos. Idiotas. Están locos.
Por allá vienen los brillantes exiliados que trabajan de camareros fuera del país. Parecen diez años más viejos de lo que eran el año pasado. A su lado les acompañan los monstruos que están a punto de terminar el colegio. Son tan jóvenes… Tan ingenuos que no puedes sino callar la boca y dejar que sigan soñando. Soñando con ser mejores. Quién sabe. Quizás lo consigan.
Luego aparecen los ancianos. Sus hijos cuelgan sus cuerpos en los sillones descosidos mientras los más pequeños danzan alrededor de los goteros. Parecen felices, perdidos en su silencio. Quizás lo estén.
Y por último, las mascotas de los monstruos. Las criaturas que ladran y maúllan descontroladas con el sonido de los villancicos, ansiando conquistar las migas de pan tostado. Y tú con ellos.
Vigila tu espalda. Los monstruos han vuelto a casa y en este instante la cocina es un matadero de chillidos. Los fuegos crepitan aceite salpicado de orégano. Ríos de grasa se deslizan como lava por el horno. Es la hora, entiendes.
Los vasos empañados por el humo rechinan contra la madera. Decenas de sillas crujen alrededor de la mesa rectangular.
Los monstruos gritan entonces, y también critican, porque (por si les faltara algo) a las repugnantes criaturas también les encanta criticar. Diseccionan con la boca llena al Rey de los Monstruos que puntual tartamudea en la pantalla de cristal. Destripan sin complejos sus trabajos miserables mientras beben y se emborrachan y recuerdan anécdotas y se insultan y se burlan de todos y vuelven a reír. Y a veces lloran. Y también aman.
Porque los monstruos saben. No hay Dios de por medio. Todo muere antes de tiempo. Nunca hubo magia en el mundo ni nunca la habrá. Es entonces cuando tú lo entiendes.
Necesitamos el crujido de las sillas, el sonido de los cubiertos y los estómagos hambrientos de azúcar. Necesitamos los regalos inútiles y la decoración absurda para vencer el pánico que nos hace empujar y el dolor que nos detiene el pulso. Necesitamos el calor de los monstruos para poder combatir el monstruoso horror del día a día.
Necesitamos el ruido.
La noche termina, los monstruos se marchan. Y tú con ellos, anclado de nuevo a tu soledad. Anclado a tu cruz.
Fotos (cc): foreverdigital / ShedBOY / Adam Gerhard