Los muros están para derribarlos pero, mientras existen, la mejor idea es pintarlos, y de eso México sabe mucho. De levantarse el muro propuesto por Trump, es fácil deducir que la parte colorida y vibrante será la que dé a México. El país azteca en época de lo que hoy son las vanguardias históricas vivió uno de sus grandes momentos artísticos con el muralismo, mientras que en Estados Unidos el debate sobre el arte giraba en torno a cómo definir un arte norteamericano.
La relación de Estados Unidos con el muralismo mexicano no está exenta de polémicas. En 1934 el que era vicepresidente de Estados Unidos por el Partido Republicano, Nelson Rockefeller, encargó un mural a Diego Rivera para el vestíbulo del Rockefeller Center (ubicado en la 5ª Avenida, a menos de 10 minutos de la Torre Trump). Sin embargo, nunca llegó a realizarse ya que la obra, titulada El hombre controlador del universo, no pasó las validaciones necesarias al incluir un retrato de Lenin.
Tras el fin de la Revolución Mexicana, en 1920, en un momento de cambios para el país, un grupo de artistas liderado por David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera (marido de Frida Kahlo), y José Clemente Orozco comenzó a dar forma al muralismo mexicano. La mejor definición de sus objetivos la lanzan los propios pintores del movimiento en el Manifiesto del Sindicato de Trabajadores Técnicos, Pintores y Escultores donde se presentan como una “declaración social, política y estética del sindicato a las razas indígenas humilladas durante siglos, a los obreros y campesinos oprimidos, a los intelectuales que no adulan a la burguesía”. En el manifiesto también repudian el llamado arte de caballete, buscando, entre líneas, una nueva identidad nacional.
Mientras México volcaba su creatividad en crear un arte para todos los públicos, que narrase un momento único, su vecino del norte dedicaba sus esfuerzos a definir el arte norteamericano. El pintor Stuart Davis afirmaba en El artista hoy (1935) que había que cambiar el pasado de los artistas norteamericanos, que hasta el momento procedían de familias de clase media y solo podían concebir el arte desde esa premisa. Buscaba, por tanto, también bajar al arte del caballete, como escribe en un texto sobre Robert Henri; “arrancó al arte de su pedestal académico (…) e hizo que sus alumnos llegaran a adquirir un sentido crítico con respecto a los valores sociales”. Dejaba así patente esa esencia de vanguardia que compartían Estados Unidos y México, y que el también pintor Marsden Hartley relataba en sus notas sobre Un artista americano: “se está desarrollando un esperanzador y serio interés por lo que se hace a este lado del Océano, un redescubrimiento del arte nativo”.
Precisamente en la ciudad natal de Davis, Filadelfia, acaba de finalizar la exposición Paint the Revolution: Mexican Modernism, 1910-1950 en el museo de arte de la ciudad. Esta retrospectiva ha sido la primera dedicada al arte moderno mexicano, en su ámbito más global, en tierra estadounidense. Actualmente es el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles quien se ha centrado en este momento acogiendo la exposición que incita al diálogo entre las obras de Pablo Picasso y Diego Rivera.
La idea de arte social persiste así en Estados Unidos mudando los muros por museos.