Dijo Platón que la inspiración es un tipo de locura. Un rayo divino sin explicación para el raciocinio humano. Falta de demostración no implica negación de existencia (por lo menos no antiguamente). Y así, el artista es ese iluminado tocado por un fulgor celestial. El artista tiene genio, no es un genio. Descubre, no inventa. Y es su responsabilidad representar la iluminación con una técnica depurada, magistral.
La divina intersección – el descubrimiento en el plano onírico y su traslación al mundo terrenal – es también la cota más alta de felicidad. El artista alcanza la eudaimonia (“eu” significa bueno y “daimon”, espíritu). Entra en estado de flow, vaya.
Han pasado más de dos milenios. Pero las musas no se han extinguido. Ni los artistas las han dejado de buscar. Las cortejan, las seducen, y cuando las conquistan, se sumergen en sus formas sinuosas, navegan por los vientos de sus caprichos, se dejan consumir por el arrebato, fluyen entre la dependencia y la obsesión.
Y ahora, más que nunca, se aferran al origen. Y de la manera más literal. Continúa la eterna búsqueda de la perfección, de la proporción, de la belleza. Se rinde homenaje a la impronta de la Grecia Clásica en otro tributo atemporal. En una oda a un pasado que siempre fue mejor.
Nina Koltchitskaia, moscovita que inició un periplo temprano por Vietnam, Laos y Milán antes de establecerse en París, donde estudió literatura y filosofía en la Sorbonne y trabajó como fotógrafa, se lanzó a pintar cuando su pareja vio sus bocetos y dijo “esto tiene que ver la luz”. Obras cándidas y bucólicas saturadas de colores suaves, simbolismo e inocencia.
Luke Edward Hall, diseñador y artista barroco, romántico, master de las mezclas imposibles y muy polifacético – tan pronto se encarga de la decoración de un cottage de los Costwolds como escribe para el Financial Times, dibuja para Burberry o prepara una exposición de cerámica y pintura en…Atenas. Un hombre del Renacimiento, que dirían, aunque su nostalgia bebe de un pasado más remoto.
Iván Tereschenko, fotógrafo –indefinible a pesar de sus grandes editoriales de moda – y una de esas almas libres que parece vivir en una realidad paralela más decadente, más teatral, más benévola, más bella. Dibuja y esculpe torsos poderosos – como el suyo –, cabellos ensortijados y mandíbulas marcadas en estampas heroicas de reminiscencia marina.
Ron Goh, diseñador ubicado en Nueva Zelanda, realiza composiciones vintage de piezas con aspecto de haber sido robadas del Partenón – cual Lord Elgin moderno. Y lo mezcla con sofás de terciopelo verde. Integración de funcionalidad y estética. A Platón le hubiera encantado.
Las modas vuelven. Los clásicos, nunca se fueron.