Fue Charles Manson el que se hizo famoso por los cruentos asesinatos que en 1969 estremecieron a California y al mundo, aunque estuvo a punto de no ser condenado por ellos. Si Linda Kasabian, una de las jóvenes captadas por su secta, no lo hubiera inculpado durante el juicio (en el que, según testigos, Manson la miró repetidas veces señalándose el cuello), éste habría sido encausado solo por cargos menores como incendio y robo de coches. En su testimonio él defendía que nunca estuvo en las matanzas y que eso lo liberaba de toda responsabilidad; estaba loco por la fama, pero no quería justicia.
En los últimos retratos del sádico criminal, que ha cumplido los 81 años entre rejas, una cruz gamada aparece dibujada en su frente. Si Manson admira tanto a Adolf Hitler, quizá sea porque a ambos les une algo, que su locura no habría sido tan destructora si no hubiesen encontrado a peones que la ejecutaran. Querían llevarse todo el mérito y prácticamente lo consiguieron, pero ambos necesitaban maquinaria social: Hitler, a los funcionarios que con tanta eficiencia ejercían aquello que Hannah Arendt bautizó como “la banalidad del mal”; Manson, a un casting de muchachas ansiosas de todo excepto de resultar banales. Ellas, que estuvieron a punto de ser olvidadas. En Las chicas (Anagrama, 2016) la escritora revelación Emma Cline da la vuelta al sesgo de la historia.
Las chicas se inspira libremente en las matanzas perpetradas en 1969 por la secta estadounidense conocida como la Familia Manson. Cline, que con apenas 27 años se ha convertido en una de las firmas más deseadas del año, ha cambiado los nombres de los asesinos y de sus víctimas, así como algunos detalles de cómo sucedió todo. Pero, al recuperar las fotografías de aquellos días, no cuesta identificar a los personajes: la mirada sin fondo de Susan, el rostro angelical de Helen, los modos santurrones de Russell, el autobús escolar pintado de negro para evitar a la policía. El rancho en el que el clan malvivía entre suciedad y comida estropeada, cuyo verdadero dueño hacía la vista gorda a cambio de, entre otras cosas, sesiones de sexo con sus mujeres, dirigidas, evidentemente, por Manson. Manson no era nadie sin sus chicas.
A todas las había captado tras un meticuloso proceso de marketing y selección de personal. Como el más maquiavélico de los asesores políticos, el psicópata supo dar a su producto letal el envoltorio perfecto para la época: el amor. “Si está hecho con amor, ¿cómo puede ser malo?”, cuentan que dijo Susan Atkins, la misma que apuñaló hasta la muerte a una Sharon Tate embarazada de más de ocho meses. Una palabra, como democracia, como libertad, a veces pervertida por los malos usos, que Manson, que siempre tenía cuidado de tomar menos LSD que los demás, supo moldear hasta orquestar una orgía en la que había de todo excepto precisamente eso: amor, democracia, libertad. Sabía, además, que no solo necesitaba un mensaje, sino también un público receptivo a él: entre sus acólitas abundaban las historias de embarazos adolescentes, familias desestructuradas por el alcoholismo, tristeza y soledad, como la suya. Pero ¿lo explica eso todo?
No para Emma Cline, que reflexiona sobre la vulnerabilidad de las etapas de tránsito. El camino de entrada al mundo adulto, por ejemplo, se estrecha en algunos tramos como una cuerda, donde las posibilidades de caer al vacío aumentan. Si perder el equilibrio depende únicamente o no de la pericia del funambulista o no es, junto con las dimensiones de la culpa, uno de los temas centrales de Las chicas: el destino se escribe algunas veces a la misma velocidad con la que se cierra la puerta de un coche. Con un ritmo casi cinematográfico en los momentos clave, la escritora californiana encierra en un puño el corazón de quien lee, y las dudas siguen acechando incluso con el libro cerrado. ¿Hacia dónde se aleja el coche? ¿Y si nunca hubiéramos bajado de él? ¿Qué llevó a aquellas jóvenes con todo por delante a cometer actos que las mantendrían el resto de su vida entre rejas (Atkins murió en prisión de una grave enfermedad en 2009, mientras que Patricia Krenwinkel es la presa más antigua de California)? La respuesta, que nadie se llame a engaños, no está en la novela. Pero tampoco en Manson. Ni en el LSD. Solo ellas, Patricia, Leslie, Susan, Linda, como los funcionarios que mantenían a pleno rendimiento los engranajes del III Reich, podrían tenerla. Ésa es la verdadera lección de Las chicas.
Fotos: Eila Hadssen (cc) / Anagrama