Hoy durante los aplausos finales es común levantarse cuando el espectáculo ha estado excelente, pero también cuando ha sido sencillamente correcto. Dando a entender que qué no haya errores ni grandes calamidades ya es suficiente para una ovación en pie. No parece que haga falta que sea una experiencia inspiradora, un momento culmen que recordarás siempre. Hoy el público parece conformarse con lo disfrutable sin querer separarlo de lo apoteósico.
Puede que se deba a que en general estemos bajando el listón de excelencia en la sociedad hasta el punto de que todo lo que sea capaz de sacarnos de nuestra rutina nos parezca espléndido. O puede que realmente la calidad artística esté viviendo una época dorada. De cualquier forma, es difícil estandarizar las nociones correctas que debe cumplir una obra para recibir una ovación de pie, no he encontrado mucho al respecto. Popularmente podría decirse que ovacionar en pie es el culmen, el máximo que puede dar un público para agradecer al elenco y a los técnicos. Reglas antiguas que parecen obsoletas –a excepción de la ópera- pero que podrían tener cierto sentido si son entendidas como un protocolo para valorar la experiencia. Como si pudiésemos trasladar las estrellitas que le vamos a dar a la reseña sobre ese espectáculo en Google al propio patio de butacas.
El aplauso ya no parece opcional y algunos, como el crítico teatral Kelly Nestruck, se atreven a afirmar que la ovación en pie ha muerto. Aplaudimos con ímpeto guste más o guste menos, especialmente por el trabajo que siempre conlleva. Pero nos olvidamos de que el aplauso es un termómetro para los actores y el equipo, aunque quizás no tan real como la taquilla.
En los festivales de cine o los estrenos operísticos ocupan los titulares las obras en las que más minutos el público ha estado aplaudiendo. Hasta ocho minutos por ejemplo en el último festival de Cannes. Algunos titulares incluso destacan si ha habido ovación en pie. Si esta tiene que protagonizar el titular obviamente debería hacerlo por ser excepcional, por salirse de lo estándar. Pero… ¿cuántas veces has visto al público ponerse en pie en los últimos espectáculos a los que has acudido? Seguramente en la mayoría.
Quizás hemos tomado el aplauso como lo rutinario. Hoy en día cuando nos reunimos en zoom o cualquier otra plataforma de videollamadas podemos reaccionar a lo que escuchamos con un icono de aplausos. Y así constatamos el aplauso como lo cotidiano y lo vamos alejando de su respuesta a algo realmente transformador.
No hay mucho sobre el origen de la ovación en pie pero sí sobre el aplauso. Mozart y otros autores disfrutaban de él durante la obra pero esto empezó a cambiar con Schumann, Wagner y Mendelssohn. Este último llegó a pedir en el estreno de su tercera sinfonía en 1842 que se tocase sin pausa para evitar las interrupciones a las que estaba acostumbrado el público entre movimientos. Mucho antes de eso ya los romanos tenían sus normas frente al aplauso en los teatros; chasqueaban los dedos, aplaudían con la palma plana o hueca, agitaban pañuelos al aire… incluso al finalizar la obra el actor gritaba “Adiós y aplausos”. Porque el aplauso no deja de ser una conducta social, compartida e incluso contagiosa. Fueron de hecho los romanos los que inspiraron la aparición en el s. XIX de los denominados “jefes de claque” o aplaudidores quienes, contratados por la sala, aplaudían en los momentos cumbre de la representación para que el público se animase a seguirles. Sí, lo que hoy encuentras en cualquier programa televisivo o sitcom. Y no hay que olvidar que en aquellos años no bastaba con aplaudir, lo que importaba era hacer ruido, ya fuese golpeando el suelo o dando golpes con los bastones.
No hay por tanto un código al que acudir para valorar en base a la calidad del espectáculo cuando debemos aplaudir, cuando hacerlo efusivamente, cuanto tiempo debe durar, o cuando se debe acabar con una ovación en pie. Al final las emociones son propias.