Tenía que llegar 2017 para que lo hiciera también de nuevo el incombustible Sherlock Holmes, interpretado de manera im-pe-ca-ble por Benedict Cumberbatch en la ficción de Mark Gatiss y Steven Moffat. Disponible desde el 2 de enero en Netflix, la cuarta entrega de episodios de la serie se ha hecho esperar nada menos que dos años, un tiempo desmesurado con el que la BBC debe disfrutar un montón desesperando a la audiencia entre temporada y temporada.
Parece que la cadena británica es consciente de tener en el bote a los seguidores de Sherlock, y no teme perdernos por el camino en sus dilatadas reapariciones. La flema inglesa se intuye por todos lados en esta estrategia arriesgada, y cabe preguntarse si les permitiríamos este tipo de perrerías a los responsables de series con otra nacionalidad. ¿Cómo se lo montan los ingleses para, a pesar de su mala leche, tenernos pegados a la pantalla pidiendo otra dosis de su droga por capítulos? ¿Qué tienen sus ficciones que, sin grandes gestos ni giros dramáticos, nos hacen ver los títulos de crédito con la boca abierta y la lágrima asomando?
Si es verdad que la adaptación moderna de las novelas de sir Arthur Conan Doyle tiene algo de frenético y desbordante, en general las mejores series inglesas poseen la capacidad de contar y transmitir de todo sin que pase especialmente nada. Lo vemos en claros ejemplos que, o bien se han retirado ya de la pantalla, o acaban de comenzar a cosechar éxitos. Downton Abbey y The Crown tienen además en común que son series de época con un interés claro por recrearse en la historia reciente de su país (entiéndase como reciente el siglo XX) y hacer gala de un civismo interclasista (incluso en tiempos de guerra) que nos devuelve la fe en la bondad humana.
Nadie podrá negar que uno de los mayores atractivos de Downton Abbey es precisamente asistir al devenir de una gran mansión nobiliaria, desde el salón principal hasta la cocina de los sirvientes en la planta baja, y a las relaciones entre enternecedoras e increíbles de ambos bandos. De nuevo, pocas veces nos sobresaltaban más las agitaciones de la trama que las reacciones humanas a un conflicto planteado en la ficción.
En la misma línea se mueve The Crown, con la que nos arriesgamos a pocos spoilers teniendo en cuenta que retrata la vida de la reina Isabel II, más o menos desde el fallecimiento de su padre Enrique VI, al que vemos muy recuperado de su tartamudez. La serie revelación de 2016, dicen que el mejor estreno del año pasado junto a Westworld, es capaz de mantener la tensión del espectador en sus cotas más altas con tan solo despedir una espesa niebla por el Londres de 1952. Aunque tirar de hemeroteca es suficiente para saber que la niebla se llevó en menos de una semana miles de vidas en la capital inglesa, los creadores de The Crown nos hacen apretar los dientes cada vez que uno de sus personajes cruza una calzada en medio de la bruma. Y todo esto sin que a Winston Churchill se le mueva ni un ápice el bombín.
Pero más allá de relatar su pasado, incluso en Black Mirror los ingleses se permiten el lujo de prescindir de grandes aspavientos para hacernos temer las consecuencias del imparable desarrollo tecnológico. Una distopía que acojona tanto o más que cualquier batalla en un penúltimo capítulo de Juego de Tronos. Maestría inglesa a la que nadie se resiste. Que hagan lo que quieran, que seguiremos esperando.
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