Explorar el propio universo lector es el epicentro de El hombre que paseaba con libros, la última novela de Carsten Henn. Para conseguirlo el autor traslada toda la magia que rodea el acto de leer a la historia de un repartidor de libros, manejando así una trama sosegada en la que gran parte de su fuerza radica en los pequeños detalles metaliterarios. El título se enmarca dentro del género que denominan novela feel-good, pero esta obra es mucho más que una lectura que te deja cargado de buena energía.
Es mucho más que un sentimiento porque es un viaje a todo lo que acompaña el día a día de un lector; desde cómo descubrir un nuevo título a cómo se marcan las páginas. La cotidianidad de la lectura toma así una nueva dimensión en El hombre que paseaba con libros. La novela trata la historia del septuagenario Carl Kollhoff, un librero cuyo trabajo radica en repartir a pie por la ciudad los libros que los vecinos han pedido. Y ya el propio protagonista es un ejemplo de que con este título también tenemos una oda al propio oficio de librero; a ese descubridor de secretos, a ese abridor de mentes, a ese consejero.
Todo empezará a cambiar cuando este repartidor de libros (una especie de rider que cada día reparte los pedidos de la librería a pie) conozca a una niña que le empujará a ver el mundo con otra perspectiva. Y el giro que menos esperaba, tener que abandonar su trabajo, llegará poco después. Pero no vamos a entrar demasiado en la trama, sino en el mimo que ejerce Carsten Henn para hacernos revivir la pasión por los libros -no solo por la literatura-.
Porque El hombre que paseaba con libros más allá de ser un feel-good, es un reconocimiento a la palabra escrita, a la palabra impresa, al papel y a los libros que se guardan en baldas mimando y protegiendo cada ejemplar. Es una loa al libro como objeto, pero también a todo lo que puede contener. Aunque el protagonista tenga claro que no vale leer cualquier cosa “algunos pensamientos encontrados entre las tapas de un libro podían actuar como un veneno”.
Con la excusa de que a Carl le cuesta recordar los nombres (y seguramente porque vive más cómodo en el mundo de la ficción) da a sus clientes el nombre de personajes como Darcy, Holmes, Reina de Blancanieves, el Conde de Montecristo… el autor hace así un excéntrico y efectivo juego de malabares para revivir en la novela grandes personajes de la historia de la literatura que no son ellos, sino la imagen de ellos que un lector actual podría imaginar.
Son precisamente estos vecinos quienes ejemplifican a los diferentes tipos de lectores que habitamos este mundo haciéndolo desde dos perspectivas: la del viejo Carl y la de la pequeña Shasha. Porque quizás las recomendaciones literarias también están salpicadas por la imagen que nos hemos creado de la persona a la que se las hacemos y en realidad… “no hay un solo libro que le guste a todo el mundo, ¿sabes? Y, si lo hubiera, sería un mal libro”.
A través de la historia y el ir y venir de los vecinos a los que visita Carl, El hombre que paseaba con libros va tejiendo una madeja en la que la literatura se cruza y se encuentra. Lo vemos por ejemplo cuando habla de las manías lectoras de uno de los personajes: “sabía perfectamente en qué consistía un buen libro. En primer lugar, un buen libro entretenía de tal forma que se quedaba leyendo en la cama hasta que se le cerraban los ojos. En segundo lugar, la hacía llorar al menos tres, no, mejor en cuatro pasajes. En tercer lugar, no tenía menos de trescientas páginas, pero en ningún caso más de trescientas ochenta. Y, por último, la cubierta no podía ser de color verde”.
Esa madeja literaria está presente a lo largo de toda la novela planteándonos si podemos conocer a alguien por lo que lee, haciéndonos jugar mentalmente con las erratas, invitándonos a reflexionar sobre cómo marcamos las páginas, viendo en otros que el ansia por tener tiempo para la lectura no es individual, debatiendo sobre si se prefiere la tapa dura o la blanda… Todo lo que conlleva el universo lector va apareciendo poco a poco como el que va descubriendo una nueva afición y termina por ser un profesional. Por tanto esta novela feel-good será igualmente disfrutada por el lector novel y por el que lleva cientos de títulos a su espalda.
Los detalles no paran ahí, cada capítulo lleva el título de un libro relevante y a lo largo de la narración los libros funcionan incluso como unidad de medida, como cuando una puerta se abre “una ranura del ancho de un libro”. Así la historia del propia el Carl equilibra el eje de la novela con esa pasión lectora de todos los que caerán en este título. E incluso de quienes lo regalen, porque “regalar libros siempre era un gesto de cariño, suponían un elogio al intelecto y al gusto del destinatario, incluso en caso de que no los leyeran”.