La muralista María Gomes convierte el palomar de Alcobendas en un libro de cuentos

Como en un libro de cuentos efímeros, la muralista María Gómez-Carreño Infantes (María Gomes) interviene sobre las ruinas de adobe del palomar de Alcobendas, recuperando las historias de los que allí habitaron.

Como en un libro de cuentos efímeros, la muralista María Gómez-Carreño Infantes (María Gomes) interviene sobre las ruinas de adobe del palomar de Alcobendas, recuperando las historias de los que allí habitaron.

El mundo rural ha sido para muchos urbanitas poco más que las ruinas que se ven desde la autopista en mitad de los cultivos. Un concepto romántico del “pueblo” como Edén irrecuperable, algo parecido a esas bucólicas ruinas artificiales que poblaban los jardines imaginados por Rousseau. Mirando para otro lado, mientras retornaba a la tierra y al olvido, hacían buena la sentencia campesina de “A palomar caído, por demás es echarle trigo” recogida por quien cambió las “modestas faldas de Cecilia por los castizos calzones de Fernán Caballero”, en esa bella metáfora de la escritora costumbrista, monárquica y católica que se escondió tras el nombre de la población manchega para poder ejercer su condición de mujer escritora.

Palomares cuyos corazones de barro dejaron de latir al cambiar los usos de la tierra y que, carentes de uso y faltos de cebo se quedaron sin palomas. Convertidos en símbolos de un tiempo, algunos de ellos se han recuperado en la Castilla del Norte como reclamo identitario y turístico, pero la mayoría avanzan entre el relente, el frío y los versos del poeta, a fundirse con la tierra de la que surgieron sus adobes.

Antes de que llegue ese día, nuevas miradas se posan en ellos, una nueva generación de artistas y creadores retorna la mirada a la tierra, al pueblo, a la rama de encina y al palomar caído, construyendo imágenes de una potencia desgarradora. Tal es el caso de María Gómez-Carreño Infantes con su intervención efímera ‘La ruina del recuerdo’ en el palomar de Alcobendas, cerca de Madridejos (Toledo).

Como bellamente analizan los arquitectos Carmen Mota y Jaime Gómez Maroto, el palomar “emerge como guardián del recuerdo, el último testimonio presente de lo que un día fue no solo ella misma, sino todo su contexto físico y etnográfico. La última bocanada de una arquitectura (que) es el reflejo de la sociedad a la que sirvió”.

Probablemente, de esa intervención de hoy, en apenas unos meses, sólo quede el recuerdo de las fotografías y las potentes figuras de María Gómez-Carreño se hayan fundido con los ecos del pasado que narraban, siendo a su vez, parte del eterno fluir de los seres humanos sobre la Tierra. Bello poema efímero que “el viento amasa”, retornando una vez más al verso de Héctor Castrillejo.

La muralista convierte el palomar de Alcobendas en un maravilloso libro de cuentos. Sobre sus paredes renacen las noches a la intemperie, los paseos infantiles con su padre, las historias de sus abuelas, pero también lo callado y lo enmudecido que en sus lienzos de adobe agonizante todavía muestran un último hálito de vida. Murales de una potencia ensordecedora que habitan un tiempo suspendido entre dos fugacidades mortales, el pasado recreado y el presente pandémico. Heredera del pasado y del presente, al que hace algún que otro guiño, pues no se trata de habitar el pretérito, sino de construir nuevas identidades rurales.

En sus paredes re-habitaron por un tiempo los seres que un día poblaron este pequeño complejo agrícola nacido en torno al pozo. Micro-universo de palomares, cuadras, eras y viviendas que las gentes habitaban en tiempos de faenas agrícolas. Arcadia dura y pobre que evocamos como feliz bajo el cielo estrellado porque con la lejanía dejamos de oír el rugir de las tripas y el dolor en los huesos. Mujeres aseándose en una palangana, norias girando, conversaciones entre comadres o palomas que vuelven a salir de sus columbarios.

María retorna el paisaje de la infancia, cuando ya todo era ruina, para evocar las historias narradas por la abuela. En su memoria, la vida cotidiana del palomar es sólo un cuento lejano, pero como las generaciones que la precedieron siente la necesidad de transmitir esas historias heredadas. Ese pálpito eterno que se refugia en la memoria heredada de un mundo rural que ha sentido durante mucho tiempo vergüenza de sí mismo y que necesitaba de esta nueva generación de creadores para remover sin pudor los rescoldos. María pinta.