«No me importa que seas listo o idiota, te voy a querer igual» canturrea la voz rota de Tulsa en Oda al amor efímero, tema central de la banda sonora de Los exiliados románticos, de Jonás Trueba. Hasta tres veces y con apariciones entre lo onírico y lo anecdótico vemos a Miren Iza compartir escena con los actores de la película, desde el escenario o desde una furgoneta que cruza territorio francés. “Me sorprendió en estos tiempos que corren que una mujer hiciera una canción que es una venganza lógica con los hombres mientras nos perdona un poco la vida. La película retrata en parte ese estado de ánimo de tíos perdidos y fofos y mujeres decididas que dan una prórroga” explica Trueba sobre su tercer largometraje.
El director nos explica que la artista y las canciones de su nuevo álbum fueron un motor para rodar. El otro, un encuentro nocturno y de bebercio generoso entre el realizador y dos amigos (dos partes del terceto, Luis Parés y Vito Sanz) en el que la creatividad se presentó disfrazada de broma. “Creo que ha sido la película menos intelectualizada por mí previamente – explica el artífice de Todas las canciones hablan de mí y de Los ilusos -. En la primera di muchas vueltas a la construcción, la tenía más procesada; la segunda era muy metacinematográfica y la rodé a trozos en ratos libres y esta última la hice de forma concentrada, más con el cuerpo que con la cabeza”. En la tarea le ayudaron Vito Sanz, Francesco Carril, Luis E. Parés, Renata Antonante, Isabelle Stoffel y Vahina Giocante.
Hablar de retrato generacional parece un hecho consumado, ningún actor supera los treinta y tantos, cuarenta. Sin embargo, Trueba señala que sólo en superficie. “Aunque la película tiene esa lectura clave del final de la juventud y el verano, quiero pensar que hacer un viaje incierto, de reencuentros con gente que has dejado atrás, no es propiedad de una edad, sino de cualquiera. Por mi edad, conozco a actores de mi generación y me intereso por retratar cuestiones más propias de mi entorno”, confiesa.
Durante el rodaje no hubo guión prefijado. La aventura se inició como el filme y su narración siguió un trazo lineal. Tres amigos emprenden un viaje desde Madrid y recorren los tonos del paisaje francés de Annecy a París en un verano de transición. “Así permitimos que sucedieran cosas. Las risas, por ejemplo, no son forzadas. Los planos iban surgiendo y no desde la improvisación –que solo lleva a la convención y a los lugares comunes-. Trabajas sin un guión escrito, pero hay un ejercicio de pensar, intuir, proponer, dar forma e ir organizando. Me obsesiona huir de la sensación de que he hecho una película antes de hacerla”. También pone en práctica aquello de lo que reniega como espectador. No le interesan las producciones muy elaboradas, las películas hechas “a escuadra y cartabón”, cada vez le producen “menos emoción”.
Los protagonistas, en armonía con el orden capitular, parten para concluir o regenerar tres idílicas historias de amor. La única felicidad, decía el escritor Jules Renard, consiste en buscarla. “Mi propósito es una creencia. Me preguntan a veces qué es el romanticismo para mí. Si lo sacamos del cliché, un sentimiento de que vida y poesía son lo mismo, de vivir un poco para el arte y por el arte, según creían los primeros románticos”. En el cine de Jonás Trueba la cultura converge y se retroalimenta con el relato y sus personajes. En uno de los pasajes de la película, la actriz Renata Antonante recita de memoria uno de los relatos de Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg. “Quizás es la obra que más veces he regalado. Lleva años en mi cabeza. A veces me influye más un libro que una película. Soy contrario de esas ideas puristas de que el cine debe ser cine y y que no debe beber de otro tipo de fuente. Todas las artes tienen vida, ¿por qué no coger de ellas? No quisiera sonar pedante, pero la literatura va por delante del cine, se ha agotado y reinventado más veces”.
Le preguntamos qué textos han rodado por sus manos este estío. Por el bamboleo de sus pupilas entendemos que bastante, suficiente para no recordar a la primera los títulos. La filosofía y los autores italianos han ocupado un lugar de excepción. Nos recomienda Los grandes placeres, de Giuseppe Scaraffia.
En enero arranca su próximo proyecto, “más grande, con un poco más de medios”, nos dice. Sus reflexiones sobre el cine resuenan como un eco de discernimiento bucólico. “Una película es como es en parte por la anterior. Todas las películas de un director son una mezcla de contradicciones, hermanas que se quieren mucho, pero están siempre peleándose. El cine funciona como son recuerdos en el momento que vas creando. Hacer una película es un intento frustrado de retener el tiempo mientras lo mueves, lo vas desplazando. Ahí está la emoción de la que antes hablaba. El picor nace de la lucha entre el movimiento y la fijación”. Imaginamos un tren que avanza. Las estaciones, humo en la fotografía del viajero.