‘Bendita calamidad’: la importancia del ritmo en la comedia

Diálogos, conversación e imágenes deben formar un tándem perfecto para que los gags funcionen.

Katharine Hepburn y Cary Grant discuten en las estancias de un lujoso hotel. El inseguro David Huxley ya está harto de la arrolladora Susan Vance, que no para de meterlo en líos. Ella trata de detenerlo y le rompe la chaqueta del frac en el intento. Él estalla y le pide que se vaya, pero tiene su zapato sobre la cola del vestido de Susan, que también se rompe cuando ella se marcha enfurecida. Ahora es él quien persigue a ella, para ocultar el trasero al descubierto de su interlocutora. Comienza un tira y afloja que sólo es posible porque ella en ningún momento sabe lo que ha ocurrido. Hasta que lo descubre, y sus desprecios se convierten en súplicas gruñonas. Encuentran una clownesca solución al entuerto y abandonan la sala recibiendo las risas del resto de asistentes.

En un instante nos hemos teletransportado a 1938 para revisitar La fiera de mi niña (Bringing up baby, Howard Hawks), una de las películas más relevantes del cine clásico y una de las mejores screwball comedies –“comedias sexis sin sexo”, define con excelente gusto el crítico Javier Ocaña–. Este viaje lo hacemos por dos motivos: por un lado, para analizar por qué una buena escena cómica lo es; por otro lado, para valorar lo difícil que es conseguir que una comedia funcione y resaltar la importancia del ritmo, no sólo en los diálogos, sino en la conversión de lo escrito en imágenes.

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Inicio del conflicto de vestuario en ‘La fiera de mi niña’ (1938).

En el primer párrafo se describe un momento de la película, sin hacer referencia al guion, a la puesta en escena, al ritmo de la narración o al montaje. Y esto es así porque ahí es donde entran en juego las labores de las personas directamente implicadas en el resultado final de la cinta. Sus decisiones determinan que la obra funcione o no, y en las comedias disparatadas hay que hilar muy fino para que las piezas encajen. En este ejemplo extraído del film de Hawks, las decisiones tomadas no son sólo acertadas, sino que su sinergia provoca que el resultado final sea muy superior al de la simple conjunción de talentos. El diálogo es magnífico, por lo que se dice, por cómo se dice y por cuándo se dice. La velocidad, como es habitual en este subgénero, es endiablada, y la efervescencia casa con la verborrea de la protagonista femenina para alcanzar el ritmo frenético que requiere la escena y que el montaje y la puesta en escena se encarga de fomentar. Un conjunto de encuadres que juegan con lo que entra y sale del plano para generar sorpresa, expectación y culminar en la carcajada. Un éxito sin paliativos.

La comedia ha evolucionado de lo más visual a lo puramente verbal. Apoyada en las excelencias no verbales del cine cómico mudo, la screwball comedy supone una conjunción de estos dos conceptos. El humor no sólo llega desde las imágenes, sino desde lo que se dice con la palabra, y el resultado habla por sí mismo. Sin embargo, en la actualidad se ha relegado a un segundo o tercer plano la primera parte, y la fuerza del gag reside en el comentario ingenioso. No sólo es que la propia historia no suela incluir gags visuales, sino que la propia manera de filmar es funcional, sin una planificación concienzuda previa que le saque el máximo partido a los valores del libreto.

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Cruce de nacionalismos en Ocho apellidos catalanes (2015).

Un ejemplo claro está en el díptico Ocho apellidos vascos (2014)-Ocho apellidos catalanes (2015), ambas dirigidas por Emilio Martínez-Lázaro. La realización peca de anodina y destaca por lo descuidada que resulta, siendo más cercana a las convenciones y limitaciones presupuestarias y de cumplimiento de plazos de la TV. La fuerza cómica de esta saga reside en el –supuesto– atrevimiento de abordar temas espinosos como los conflictos vasco o catalán, y en el manejo de unos estereotipos regionales en clave de contraste cómico. Puro guion, apología de lo verbal.

No tan influenciada por la idea del humor regional de estas dos películas como catapultada a la gran pantalla por el éxito arrollador de público que han tenido, llega Bendita calamidad a la cartelera española. Inicialmente estrenada exclusivamente en Aragón el 30 de octubre de 2015 y batiendo récords de asistencia en esta comunidad –más de 36.000 espectadores, que han generado una recaudación de casi 180.000 €–, llega al resto del país el 15 de enero de 2016. Adaptación de la novela homónima de Miguel Mena a cargo del director, guionista y productor Gaizka Urresti, en ella han participado integrantes del programa de humor regional Oregón TV, que se emite en la cadena Aragón TV. Las aspiraciones de éxito en base a las peculiaridades aragonesas son claras, y la repetición del modelo propuesto por Emilio Martínez-Lárazo es evidente. La clave del fracaso cinematográfico está en que la dirección se parece demasiado a la de Lázaro, y el guion, en absoluto a los de Borja Cobeaga y Diego San José.

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Estas películas sobre vascos, andaluces y catalanes han hecho historia gracias al talento de su pareja de guionistas y a que han llegado en el momento adecuado. Este nivel de escritura está lejos de conseguirse en Bendita calamidad. No hay ritmo en los diálogos, no hay una propuesta definida y la comedia se confía a la acumulación de tópicos aragoneses. Esto, en lo que se refiere al guion. El paso clave está en la conversión a imágenes, y es ahí donde la obra se hunde. Esta cinta se engloba dentro de la comedia disparatada, pero esas señas de identidad sólo se reconocen en la historia. Tener en mente el cine de Álex de la Iglesia deja en evidencia las carencias cinematográficas de la película de Urresti. Gusten o no gusten, pequen de excesivas o sean maravillosas, lo que es innegable es que la obra de Álex de la Iglesia tiene ritmo, mucho ritmo. Un ritmo que muchas veces no controla, pero en sus films se nota que entiende a lo que juega y el lugar al que quiere llegar.

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Y es que, para que una comedia sea disparatada, sus imágenes deben serlo, y esto pasa por una concienzuda elección de encuadres, un aprovechamiento de los espacios, el fuera y dentro de campo, y entre todas estas facetas destaca especialmente el montaje, que marca la diferencia entre un ritmo desajustado o exquisito. Los gags muchas veces pasan por los segundos que dura un simple plano y lo que tarda en entrar el siguiente. Esto en Bendita calamidad no da la impresión de tenerse en cuenta. Probablemente exacerbado por un presupuesto humilde, los planos tienden al encuadre general y al medio, y la duración de cada uno de ellos sobrepasa con creces el óptimo. Un ritmo adecuado es imposible de alcanzar con estas características de realización, y lo que en principio podría ser una propuesta resultona, más entre el público que entre la crítica, se convierte en un artefacto de difícil digestión y pocas virtudes a destacar.

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Fotos: Cinemelodic