Nokton Magazine - Revista cultural

‘Verano 1993’: la trascendencia en lo cotidiano

En 1988, Hayao Miyazaki creó una obra que no sólo es considerada como la mejor de su filmografía, sino incluso la mejor película de animación jamás creada. Mi vecino Totoro (Tonari No Totoro) es una cinta espectacular por su capacidad para combinar lo cotidiano con lo sobrenatural, y por su exquisita conversión de estas ideas en imágenes animadas. El film se ha consagrado como un icono de la cultura otaku con total merecimiento, pero lo ha logrado exclusivamente a partir de su elemento fantástico, con el extraordinario personaje de Totoro, un gigante animal mágico, mezcla de gato, mapache y búho.

Mientras tanto, detrás de todo este mundo de imaginación se esconde un retrato de la infancia que desarma por su certera sencillez. Miyazaki demuestra una apabullante capacidad de observación de la vida, y concretamente del mundo infantil, pues la narración toma el punto de vista de dos niñas hermanas, por lo que lo que el público ve es lo que las pequeñas viven. De esta forma, el animador japonés retrata lo que supone ser una niña, y, lo más importante, lo que supone empezar a dejar de serlo. Ese paso a la preadolescencia, cuando la mente y la conducta cambian. Un momento turbulento en el que los cimientos de la existencia se tambalean para dejar paso a unos nuevos.

Esta disección de la infancia es el punto de partida de Verano 1993 (Estíu 1993, 2017), la ópera prima de Carla Simón. La directora parte de su propia experiencia vital y adapta sus recuerdos para convertirlos en un relato cinematográfico que parte de la ficción para empaparse de realidad.

Como en Mi vecino Totoro, aquí la mirada es la de la protagonista, Frida (Laia Artigas), una niña de 8 años que no termina de comprender por qué sus padres ya no están y tiene que pasar a vivir con sus tíos.

Que una joven de esa edad asimile que sus padres han muerto no es un plato de fácil digestión, principalmente porque, ante todo, el primer obstáculo es entender lo que ha ocurrido. Para trasladar a imágenes esta idea, Carla Simón fragmenta el relato y deja sin contar aspectos que den forma a lo que se quiere exponer. Para lograrlo, la autora comienza el relato con la cámara literalmente a la altura de la protagonista, en una declaración de intenciones tan sutil como contundente. Posteriormente, oculta información para que el público se sienta tan perdido como Frida, en un ejercicio de inmersión en la mirada de la protagonista, que es a la vez el personaje de ficción y la mujer detrás de la cámara.

Sin necesidad de estridencias, con un tono pausado y contemplativo, Carla Simón extrae con sus imágenes el jugo de la vida y apabulla por su capacidad para captar la esencia de cada momento. Como ocurre en el cine de Richard Linklater, siendo quizás Boyhood (2014) el mejor ejemplo, la realizadora teje una red de instantes aparentemente triviales, pero que son los que marcan la existencia de cada ser humano, en lo que podría denominarse la épica de la normalidad.

Habiendo trazado un punto de partida soberbio, Carla Simón confirma su buen gusto al no dejarse llevar por las mecánicas más habituales de la construcción del relato de ficción.

En su historia no hay grandes puntos de giro ni situaciones explícitas. El cruce de emociones no se convierte en un ir y venir de sentimientos positivos y negativos, como si de un partido de tenis se tratara. Más bien al contrario, lo de Simón es una apuesta por la delicadeza y el tacto a la hora de poner sobre la mesa sus vivencias, en un acto de virtuosa honestidad autocrítica. El resultado es una obra sublime, que parece no darse importancia a sí misma a pesar de atesorar en sus apenas 96 minutos uno de los pasajes más trascendentes del sendero de la vida.

Fotografías: Avalon

Yago Paris Pérez

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