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‘Las altas presiones’: la vida nunca fue lo que era

Viajar es necesariamente un desplazamiento físico. Del rutinario al excepcional, los cambios de lugar son un elemento más de la sociedad moderna. Sin embargo, cuando interviene el componente emocional, estos viajes se convierten en interiores. Y a este nivel es determinante la dirección de la mirada. Ésta puede orientarse hacia delante, huyendo del presente y/o ansiando el futuro; o puede hacerlo hacia detrás, buscando respuestas en el pasado. El primer viaje hace años que lo emprendió Miguel –Andrés Gertrúdix, protagonista de Las altas presiones (Ángel Santos, 2014)-. Hay pocas referencias explícitas al respecto, pero no son necesarias; sus ilusiones veinteañeras se evidencian en el desconcierto del trayecto que sí se muestra: el de su vuelta a casa, a una Pontevedra sobre la que el tiempo también ha pasado por encima. El motivo oficial para su regreso es la búsqueda de localizaciones para un rodaje ajeno. El real es otra búsqueda, la de sí mismo, una vez descubierto que sus sueños vitales han entrado en (la) cuarentena y se han marchitado.

¿Luchar contra la corriente o asumir la derrota y dejarse llevar? Reflexiones de un perdido Andrés Gertrúdrix a lo largo de Las Altas Presiones.

Director y co-guionista –junto con Miguel Gil– de esta película, Ángel Santos huye de las explicaciones. La narración penetra en la vida de su protagonista y recorta toda contextualización. Únicamente se permite el lujo de plantear, casi a regañadientes, la premisa inicial. El relato se salta las justificaciones y se fortalece en lo que no cuenta. Una decisión que en ningún caso atiende al efectismo de giros inesperados, ni a la generación facilona de incertidumbre en la audiencia. Tampoco se pretende una complejidad estéril basada en complicar la transmisión de un mensaje simple. Al contrario, la propuesta es sencilla y consiste en alcanzar la esencia de la historia y despojarla de lastres que distraigan a la audiencia. Una tarea que no se basa tanto en el recorte como en la claridad de ideas acerca de lo que se quiere contar y cómo hacerlo. Es a este nivel donde el McGuffin de las localizaciones pontevedresas deja de serlo, al funcionar como representación física del mundo interior de este personaje: la oxidación que nace cuando la ilusión conoce a la realidad.

Persona y paisaje se funden en Las Altas Presiones.

Esta apuesta permite una mayor libertad en la creación y facilita el enfoque emocional del proyecto. Santos domina el pulso narrativo, logrando que el tono sea sosegado pero no despreocupado, incisivo sin necesidad de énfasis. El enfoque es agridulce, y la deriva existencial convive con la sonrisa melancólica, así como la decadencia urbana lo hace con idílicos parajes naturales. Esta sutileza en el tratamiento de la cotidianidad la desborda de emociones contenidas, que se concentran en el protagonista de esta historia. El magnetismo de su mirada perdida, que busca respuestas y sólo encuentra nuevas preguntas; el aire clownesco que destila su constante sensación de estar fuera de lugar en ambientes de sobra conocidos; o la interacción con el prójimo entendida como una batalla, que la experiencia ya la da por perdida antes de comenzar. La atención se centra en el detalle y los fotogramas cobran vida, que nace de la naturalidad del que transmite sin buscarlo. El director gallego conjuga emociones sin caer en el colapso y desarrolla una obra que, al igual que el personaje principal, vive más cómoda en la transmisión del silencio que en la incomunicación de la palabra.

Sobran las palabras entre Alicia (Itsaso Arana) y Miguel (Andrés Gertrúdrix).

Foto: Miradas de cine / Farrucini

Yago Paris Pérez

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