Nokton Magazine - Revista cultural

‘Langosta’: distopía destilada en el cine de Yorgos Lanthimos

Tres pilares fundamentales sobresalen en el mar de complejidad en el que se sumerge el cine de Yorgos Lanthimos. Tres constantes a través de las que disecciona la sociedad contemporánea: la anulación de la personalidad, el fracaso de la comunicación y el vacío existencial. El primero puede entenderse en su vertiente más literal, la de la carencia de individualidad –la socarrona escena de Canino (Kynodontas, 2009) en la que dos hermanas juegan a tener nombre, algo que jamás habían experimentado previamente–, o como un bloqueo de la independencia de la persona, que queda a merced de su entorno, inoperante –la protagonista de Kinetta (2005), a la que hay que explicarle cómo hacer todo; una idea que conduce a Gente en sitios (Juan Cavestany, 2013) y su plasmación emocional de la crisis económica en personas que, a base de sentirse inútiles, han olvidado cómo beber agua o caminar–.

Mary Tsoni y Angeliki Papoulia, mujeres en la ventana en un fotograma de ‘Canino’.

Las otras dos claves son tan notorias que ni precisan de ejemplos concretos. El fracaso de la comunicación inunda cada escena de su filmografía, que muestra cuerpos aislados en planos, confrontados con quienes los rodean; una incomunicación cuyo desenlace suele ser la violencia. El vacío existencial se hace sentir en la carencia de emociones de sus personajes, en la monotonía de su tono de voz, en la robotización de sus rutinas, en el aburrimiento de sus vidas. La trayectoria del realizador griego es firme, y en todas se recogen estos aspectos descritos. Lanthimos sabe lo que quiere, cómo encontrarlo y lo logra en cada una de sus obras; su cuarto largometraje no es una excepción. Con llegada a las salas españolas el 4 de diciembre, Langosta (The lobster, 2015) es un destilado de las esencias de su mejor cine, al que le ha limado la forma y amasado el fondo para confeccionar un producto igual de contundente, pero de digestión asistida.

Cinturón de castidad onanística en ‘Langosta’.

Crece el reconocimiento, aumenta el presupuesto, se suman caras conocidas y el proyecto se internacionaliza. Con un reparto encabezado por Colin Farrell (True Detective II, 2015), Rachel Weisz (El jardinero fiel, 2005), Léa Seydoux (La vida de Adèle, 2013) y John C. Reilly (Un dios salvaje, 2011), el salto mediático es notorio, aunque no abandone los senderos del cine de autor. Un cine que, sin embargo, suaviza sus formas para facilitar el acercamiento de un público más numeroso. La personalidad en los planos se mantiene, pero la historia es más fácil de asimilar y, sobre todo, se narra de una manera más evidente, menos críptica, lo que no invalida su esencia de autor. Lanthimos acepta las condiciones de un proyecto más amplio y sabe cómo plantear sus dilemas para que mantengan su alcance moral. Sus historias siempre plantean una premisa ligeramente exagerada, sacada de quicio lo suficiente como para apartarla de la realidad, pero tan cercana que funciona como un espejo en el que no sólo reflejar sino acentuar las miserias del ser humano.

Colin Farrell como reflejo de la decadencia asociada a la soledad.

En Langosta, el alejamiento es el mayor hasta la fecha, puesto que en él se plantea un futuro cercano pero distópico, una suerte de Black Mirror (2011-) igual de interesado en la dimensión social, pero centrado en el individuo. El actual miedo a no tener pareja y la idea de fracaso ligada a esta situación se convierten en esta película en un crimen. La sociedad de la nueva entrega de Lanthimos penaliza a las personas que no tengan a nadie con quien compartir su vida, que pasan a ser disidentes en busca y captura. Este disparate sólo puede ser rodado en clave de comedia finamente mordaz, sutilmente incisiva, pero que lo único que hace es plasmar en acciones un dardo envenenado que vive incrustado en la mente del individuo actual, condicionando su escala de valores, sus objetivos y su satisfacción personal. Una premisa innegablemente juguetona, pero que simplemente estira una situación actual hasta el absurdo, lo que planta la semilla de una posible realidad futura, más verosímil de lo que en primera instancia podría parecer.

Colin Farrell y Rachel Weisz escuchan una canción a la vez para sentirse unidos.

La más divertida de sus películas es también la más fácil de ver. Sin abandonar los derroteros del cine de autor y conservando un poso potente, el autor cambia el camino pedregoso de montaña por la carretera secundaria. El sometimiento por parte del público es menor, como menor es la exigencia hacia este. La valía se mantiene, pero, ¿en suficiente medida? Su cine se basaba en la fragmentación de los conceptos, que iba desde un montaje elíptico hasta una composición de escenas que omitía información para ejercitar el músculo cerebral. Langosta supera el reto con creces, pero siembra dudas acerca de su nuevo modelo, en el que todo llega más mascado, desde la puesta en escena hasta la propia historia. Se echa en falta más enigma en un estilo en el que una parte indispensable era el juego con la audiencia, el reto por superar, el puzle por montar.

Yago Paris Pérez

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