‘El público’: Lorca elevado a Federico

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Álex Rigola dirige 'El público' en La Abadía, obra póstuma de Lorca, en la que el espectador entra de lleno en la surrealista mente del poeta granadino.

“La noche no quiere venir/ para que tú no vengas / ni yo pueda ir. Pero yo iré / aunque un sol de alacranes me coma la sien. / Pero tú vendrás / con la lengua quemada por la lluvia de sal./ El día no quiere venir (…)”. Pero yo acudo. Cruzo el umbral declarativo y anheloso del que no ha muerto, gacela del amor desesperado. Me reclama el quebradizo leño de su boca y, cuando las papelinas de plata se bañan del azul lunar de la escena, una figura sin rostro se alarga para diseminar su caricia en mi pómulo.

Irene Escolar, la sobrenatural Julieta de «El público»

La realidad se enajena en el sonido noctámbulo de la banda. Camino a ras, frente a la tierra movediza. Soy la pieza que no busca eje ni cuadrante. Grazna la gramola y observo la efigie del «pequeño amigo del viento del Oeste» tras una sábana de contienda. Cuando el director (Pep Tosar) cede al reclamo de sus purgas espectrales, el teatro al aire libre vira el foco a ese otro teatro de delicados filamentos y febriles osamentas. ¿Ensoñación? ¿espejo o pesadilla? Bufet libre de una alucinación inasible tras los muros del inconsciente de García Lorca y el filtro del genio de Álex Rigola. El protagonista de El público se desdobla en las intrincadas identidades del individuo, las contradicciones estéticas del dramaturgo, el alma vivaz del bardo que sabe su sombra negra. El mismo Lorca lo presagiaba: «No soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, sino un pulso herido que presiente el más allá».

De la intemporalidad de la muerte despierta Julieta, aturdida por el fragor del sueño y sedienta de la humedad de la lluvia, del torrente de amar, de la vida que le niegan. «Y me levanto a pedir auxilio para arrojar de mi sepulcro a los que teorizan sobre mi corazón y a los que me abren la boca con pequeñas pinzas de mármol», clama la voz sólida de Irene Escolar, la enamorada doliente. Una actriz de raza, siempre con el cincel en mano para trabajar su talento intuitivo con paciencia y disciplina, serenidad y melancolía. La figura quebrada por el destierro, la carne enjuta que combate la imposición de la losa.  Tan presta en la poética del paisaje como enardecida por el deseo al que le empujan los torsos en llamas de los caballos (las pulsiones sexuales, casi sádicas en el énfasis tartárico de Nao Albert). Escolar apuntala en todas sus aparaciones -caída en el luto o colegial en la defensa anárquica del interrogante, hacia el fin de la función-  los cimientos de esta obra compleja, abstracta, salpicada de surrealismo y de un caos rabioso de significados.

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David Luque, el guardián de la razón única

Al servicio de la fábula también Jesús Barranco, David Boceta, Juan Codina, Laia Duran, María Herranz, Jaime Lorente, Pau Roca, Jorge Varandela, Nacho Vera y Guillermo Weickert. Catorce actores volcados a la voz luminaria e intrincada de  un lunático tocado por Eurípides  que escribe su texto más arriesgado tras dos rupturas sentimentales y, que busca, agotado de máscaras, su auténtico yo artístico y personal. David Luque es otro pilar del imaginario desollador del montaje. Ensangrentado, a medio vestir con un traje de conejito Duracell y, bate en mano, se eleva sobre la montaña de corchos para desmembrar a golpes la heterodoxia de los jóvenes amantes. Aquella sociedad coétanea al drama, la que a mediados de los años 30 se prepara para converger al franquismo -hipócrita, católica y defensora de la heterosexualidad a ultranza-, asesta con su vara de medir el espacio público y el lecho. Los impulsos homoeróticos están condenados a enredarse en la maraña de crin de los córceles.

Y reunido en el cónclave con Freud y los signos ideológico-teatrales, El público, figura simbólica y omnipresente. Mecánica de juicio punzante. La platea como tribunal del bostezo pródigo o del órdago y la gloria. Quien ocupa el asiento, asiste ambivalente al engranaje: por un lado, voyeur; por otra, juez; por último, parte. Aunque Federico García Lorca no sospechara de las cuatro largas décadas de dictadura, advertió que sólo el tiempo ascendería al éxito la que ha resultado su obra póstuma. En la oscuridad de la noche creo escuchar el relincho frágil de una cabalgadura. El poeta no ha muerto. Aún tiene «un establo de oro» en los labios.

La obra se representa hasta el 29 de noviembre en el Teatro de La Abadía (Madrid) de miércoles a viernes, a las 20:30h., sábados,  a las 19 y 21:30h. y domingos, a las 19:30h. Precio: 24€. 17€ para estudiantes, jubilados,  parados, socios Fnac y grupos.

Fotos: © Ros Ribas.